Sigillum templi
Juan García Atienza
El pentáculo, según
cuenta Matila C. Ghyka (1), citando a Luciano, era ya utilizado por los
pitagóricos del siglo I como señal secreta de reconocimiento. No era, pues,
empleado abiertamente, a pesar de la simbología que encerraba, o tal vez
precisamente a causa de ella. Tampoco en las formas arquitectónicas visigodas
surge abiertamente la pentalfa, pero está presente a través de las proporciones
sobre las cuales puede construirse. El arco de herradura contiene el módulo que
la hace posible. Y esa posibilidad, rompiendo con la tradición colosalista de
las construcciones imperiales, inicia una arquitectura mágica en la cual las
significaciones simbólicas aparecen balbuceando todo un mensaje que se irá
haciendo patente, purificándose, complementándose y complicándose a lo largo de
la evolución del pensamiento y del quehacer de los constructores
medievales.
Con las
aparentemente torpes iglesuelas visigodas se inicia una arquitectura
trascendente que va a marcar a los constructores y a los estilos medievales. En
cierto modo, en estos templos pequeños y humildes está ya el germen de una
expresión nueva -y muy antigua a la vez- en la que se unifican los saberes al
servicio de una idea superior que necesita ser resuelta y plasmada en secreto,
transmitida de adepto a adepto, como una consigna oculta de fraternidad en el
conocimiento.
Curiosamente,
aquella arquitectura se inicia en el Bierzo leonés y en las inmediaciones del
paralelo 42: en un lugar mágico y en una ordenada universal. Y la iniciaban, en
torno al siglo VII, unos eremitas visigodos inexpertos en las artes de la
construcción, que levantaban templos de apariencia sencilla y forjaban el
hierro siguiendo tradiciones arcaicas y adaptando módulos culturales
provenientes de fuentes remotas, conservadas en estado latente a lo largo de
los siglos de romanización (2), y, por supuesto, con significados muy
anteriores al cristianismo oficialmente implantado. Son precisamente los signos
que veremos grabados en Quintanilla de las Viñas y en San Pedro de la Nave:
marcas de una tradición protohistórica que se conservarían como muestra de la
nueva búsqueda que reiniciaban los anacoretas constructores de san Fructuoso,
en los lugares concretos propiciados por las creencias de la vieja
tradición.
En el año 711,
la invasión islámica barrió de sur a norte toda la península. En poco más de
tres años se derrumbaron las estructuras políticas y culturales levantadas por
los visigodos, para ser sustituidas por un régimen de ocupación ejercido por un
pueblo fanático, seguidor sincero de un profeta reciente. La población goda e
hispanorromana tuvo dos alternativas: convivir con los conquistadores o emigrar
a los pequeños núcleos de resistencia del norte peninsular. Quedarse
significaba convertirse a la religión islámica o pagar tributos extraordinarios
por seguir practicando el cristianismo. Emigrar era luchar en condiciones de
inferioridad y comenzarlo todo de nuevo, incluso aquella cultura sincrética que
empezaba apenas a asomar su personalidad.
Los
constructores de aquella arquitectura mágica balbuciente se dividieron en los
dos territorios. Los que se quedaron comenzaron a colaborar con los musulmanes,
que pronto aceptarían con respetuoso reconocimiento el módulo del arco de
herradura y levantarían sus mezquitas usándolo y hasta abusando de él. Los que
se negaron a aceptar la convivencia se refugiaron en las montañas asturianas,
vascas y aragonesas, y allí, en los períodos -escasos- de paz, siguieron
trabajando en templos en los que el mensaje de conocimiento iría afirmándose y
haciéndose más y más expresivo, más y más significativo.
Todo un mundo
de mensajes escondidos esperaba el momento de ir plasmándose en piedra, en
templos que serían como libros mudos de una ciencia trascendente, transmitida
sin palabras siglo tras siglo. A esos libros, que contenían en sus estructuras
la herencia de la sabiduría tradicional, mirarían atentamente los monjes
templarios desde sus conventos, situados en los lugares clave de aquel saber. Y
de su estudio habrían de nacer las biblias del ocultismo, las catedrales
góticas que ponían ante el pueblo -ante quien fuera capaz de desentrañarlo- el
mensaje de conocimiento que venía de siglos y milenios anteriores, ignorados
por las crónicas.
NOTAS:
1. El número de o ro (t. II: Los ritos, ed.
Poseidón, Buenos Aires, 1968).
2. Conviene recordar que
la forma modular del arco de herradura que no se encuentra reflejada hasta este
momento, aparece precisamente en la zona del Bierzo leonés en estelas
funerarias de época romana, pero probablemente pertenecientes a ciudadanos
autóctonos. Las estelas encontradas -dos se encuentran en León y otra en el
Museo Arqueológico Nacional- lucen, además, signos, muy específicos de las
culturas prerromanas del noroeste ibérico: svásticas
y cruces de 6 radios que rodean los arcos de herradura grabados en las lápidas.
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