EL VERBO Y EL SÍMBOLO
RENÉ GUENON
(ABD AL-WAHID YAHIA)
En uno de sus últimos artículos,
("Regnabit", noviembre de 1925), el Rvdo. Padre Anizán ha insistido,
de modo muy justo y particularmente oportuno, sobre la importancia de la forma
simbólica en la transmisión de las enseñanzas doctrinales de orden religioso y
tradicional (1). Nos permitimos el volver por nuestra parte sobre el mismo tema
para aportar algunas precisiones complementarias y mostrar aún más
explícitamente los diferentes puntos de vista desde los cuales puede ser
enfocado.
Ante todo, el simbolismo se nos aparece como
especialísimamente adaptado a las exigencias de la naturaleza humana, que no es
una naturaleza puramente intelectual, sino que ha menester de una base sensible
para elevarse hacia las esferas superiores. Es preciso tomar el compuesto
humano tal cual es, uno y múltiple a la vez en su complejidad real; hay en esto una tendencia a olvidar a menudo, desde que Descartes ha pretendido
establecer entre el alma y el cuerpo una separación radical y absoluta. Para
una pura inteligencia, sin duda, ninguna forma exterior, ninguna expresión se
necesita para comprender la verdad, ni siquiera para comunicar a otras
inteligencias puras lo que ha comprendido, en la medida en que ello sea
comunicable; pero no ocurre así en el hombre. En el fondo, toda expresión, toda
formulación, cualquiera fuere, es un símbolo del pensamiento, al cual traduce exteriormente;
en este sentido, el propio lenguaje no es otra cosa que un simbolismo. No debe,
pues, haber oposición entre el empleo de las palabras y el de los símbolos
figurativos; estos dos modos de expresión serían más bien mutuamente
complementarios (y de hecho, por lo demás, pueden combinarse, ya que la
escritura es primitivamente ideográfica y a veces, inclusive, como en la China,
ha conservado siempre ese carácter). De modo general, la forma del lenguaje es
analítica, "'discursiva", como la razón humana de la cual constituye
el instrumento propio y cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más
exactamente posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es
esencialmente sintético, y por eso mismo "intuitivo en cierta manera, lo
que lo hace más apto que el lenguaje para servir de punto de apoyo a la
"intuición intelectual", que está por encima de la razón, y que ha de
cuidarse no confundir con esa intuición inferior a la cual apelan diversos
filósofos contemporáneos. Por consiguiente, de no contentarse con la
comprobación de la diferencia, y de querer hablarse de superioridad, ésta
estará, por mucho que algunos pretendan lo contrario, del lado del simbolismo
sintético, que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas,
mientras que el lenguaje, de significaciones más definidas y fijadas, pone
siempre al entendimiento límites más o menos estrechos.
No se diga, pues, que la forma simbólica es buena
para el vulgo; la verdad sería más bien lo contrario; o, mejor aún, dicha forma
es igualmente buena para todos, porque ayuda a cada cual, según la medida de
sus propias posibilidades intelectuales, a comprender más o menos
completamente, más o menos profundamente la verdad representada por ella. Así,
las verdades más altas, que no serían en modo alguno comunicables o
transmisibles por ningún otro medio, se hacen tales hasta cierto punto cuando
están, si puede decirse, incorporadas en símbolos que sin duda las disimularán
para muchos, pero que las manifestarán en todo su resplandor a los ojos de los
que saben ver.
¿Vale decir que el empleo del simbolismo sea una
necesidad? Aquí es preciso establecer una distinción: en sí y de manera
absoluta, ninguna forma exterior es necesaria; todas son igualmente
contingentes y accidentales con respecto a lo que expresan o representan. Así,
según la enseñanza de los hindúes, una figura cualquiera, por ejemplo una
estatua que simbolice tal o cual aspecto de la Divinidad, no debe considerarse
sino como un "soporte", un punto de apoyo para la meditación; es,
pues, un simple "auxiliar" y nada más. Un texto védico da a este
respecto una comparación que aclara perfectamente este papel de los símbolos y
de las formas exteriores en general: tales formas son como el caballo que
permite a un hombre realizar un viaje con más rapidez y mucho menos esfuerzo
que si debiera hacerlo por sus propios medios. Sin duda, si ese hombre no
tuviese caballo a su disposición, podría pese a todo alcanzar su meta, pero
¡con cuánta mayor dificultad! Si puede servirse de un caballo, haría muy mal en
negarse a ello so pretexto de que es más digno de él no recurrir a ayuda
alguna: ¿no es precisamente así como actúan los detractores del simbolismo? Y
aun, si el viaje es largo y penoso, aunque nunca haya una imposibilidad
absoluta de realizarlo a pie, puede existir una verdadera imposibilidad
práctica de llevarlo a cabo. Así ocurre con los ritos y símbolos: no son
necesarios con necesidad absoluta, pero lo son en cierto modo por una necesidad
de conveniencia, en vista de las condiciones de la naturaleza humana (2).
Pero no basta considerar el simbolismo del lado
humano, como acabamos de hacerlo hasta ahora; conviene, para penetrar todo su
alcance, encararlo igualmente por el lado divino, si es dado expresarse así. Ya
si se comprueba que el simbolismo tiene su fundamento en la naturaleza misma de
los seres y las cosas, que está en perfecta conformidad con las leyes de esa
naturaleza, y si se reflexiona en que las leyes naturales no son en suma sino
una expresión y una como expresión de la Voluntad divina, ¿no autoriza esto a
afirmar que tal simbolismo es de origen "no humano", como dicen los
hindúes, o, en otros términos, que su principio se remonta más lejos y más alto
que la humanidad?
No sin razón el R. P. Anizán, al principio de cuyo
artículo nos referimos en todo momento, recordaba las primeras palabras del
Evangelio de San Juan: "En el principio era el Verbo". El Verbo, el Logos,
es a la vez Pensamiento y Palabra: en sí, es el Intelecto divino, que es el
"lugar de los posibles"; con relación a nosotros, se manifiesta y se
expresa por la Creación, en la cual se realizan en existencia actual algunos de
esos mismos posibles que, en cuanto esencias, están contenidos en Él de toda
eternidad. La Creación es obra del Verbo; es también, por eso mismo, su manifestación,
su afirmación exterior; y por eso el mundo es como un lenguaje divino para
aquellos que saben comprenderlo: Caeli enarrant gloriam Dei (Ps. XIX,
2). El filósofo Berkeley no se equivocaba, pues, cuando decía que el mundo es
"el lenguaje que el Espíritu infinito habla a los espíritus finitos";
pero erraba al creer que ese lenguaje no es sino un conjunto de signos
arbitrarios, cuando en realidad nada hay de arbitrario ni aun en el lenguaje
humano, pues toda significación debe tener en el origen su fundamento en alguna
conveniencia o armonía natural entre el signo y la cosa significada. Porque
Adán había recibido de Dios el conocimiento de la naturaleza de todos los seres
vivientes, pudo darles sus nombres (Génesis, II, 19-20); y todas las
tradiciones antiguas concuerdan en enseñar que el verdadero nombre de un 'ser
es uno con su naturaleza o esencia misma.
Si el Verbo es Pensamiento en lo interior y Palabra
en lo exterior, y si el mundo es el efecto de la Palabra divina proferida en el
origen de los tiempos, la naturaleza entera puede tomarse como un símbolo de la
realidad sobrenatural. Todo lo que es, cualquiera sea su modo de ser, al tener
su principio en el Intelecto divino, traduce o representa ese principio a su
manera y según su orden de existencia; y así, de un orden en otro, todas las
cosas se encadenan y corresponden para concurrir a la armonía universal y
total, que es como un reflejo de la Unidad divina misma. Esta correspondencia
es el verdadero fundamento del simbolismo, y por eso las leyes de un dominio
inferior pueden siempre tomarse para simbolizar la realidad de orden superior,
donde tienen su razón profunda, que es a la vez su principio y su fin.
Señalemos, con ocasión de esto, el error de las modernas interpretaciones
"naturalistas" de las antiguas doctrinas tradicionales,
interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de relaciones
entre los diferentes órdenes de realidades: por ejemplo los símbolos o los
mitos nunca han tenido por función representar el movimiento de los astros,
sino que la verdad es que se encuentran a menudo en ellos figuras inspiradas en
ese movimiento y destinadas a expresar analógicamente muy otra cosa, porque las
leyes de aquél traducen físicamente los principios metafísicos de que dependen.
Lo inferior puede simbolizar lo superior, pero la inversa es imposible; por
otra parte, si el símbolo no estuviese más próximo al orden sensible que lo
representado por él, ¿cómo podría cumplir la función a la que está
destinado(3)? En la naturaleza, lo sensible puede simbolizar lo suprasensible;
el orden natural íntegro puede, a su vez, ser un símbolo del orden divino; y,
por lo demás, si se considera más particularmente al hombre, ¿no es legítimo
decir que él también es un símbolo, por el hecho mismo de que ha sido
"creado a imagen de Dios"?(Génesis, 1, 26-27). Agreguemos aún
que la naturaleza solamente adquiere su plena significación si se la considera
en cuanto proveedora de un medio para elevarnos al conocimiento de las verdades
divinas, lo que es, precisamente, también el papel esencial que hemos
reconocido al simbolismo.
Estas consideraciones podrían desarrollarse casi
indefinidamente; pero preferimos dejar a cada cual el cuidado de realizar ese
desarrollo por un esfuerzo de reflexión personal, pues nada podría ser más
provechoso; como los símbolos que son su tema, estas notas no deben ser sino un
punto de partida para la meditación. Las palabras, por lo demás, no pueden
traducir sino muy imperfectamente aquello de que se trata; empero, hay todavía
un aspecto de la cuestión, y no de los menos importantes, que procuraremos
hacer comprender, o por lo menos presentir, por una breve indicación.
El Verbo divino se expresa en la Creación, decíamos,
y ello es comparable, analógicamente y salvadas todas las proporciones, al
pensamiento que se expresa en formas (no cabe ya aquí distinguir entre el
lenguaje y los símbolos propiamente dichos) que lo velan y lo manifiestan a la
vez. La Revelación primordial, obra del Verbo como la Creación, se incorpora
también, por así decirlo, en símbolos que se han transmitido de edad en edad
desde los orígenes de la humanidad; y este proceso es además análogo, en su
orden al de la Creación misma. Por otra parte, ¿no puede verse, en esta
incorporación simbólica de la tradición "no humana", una suerte de
imagen anticipada, de "prefiguración", de la Encarnación del Verbo?
¿Y ello no permite también percibir, en cierta medida, la misteriosa relación
existente entre la Creación y la Encarnación que la corona?
Concluiremos con una última observación, porque no
olvidamos que esta revista es especialmente la Revista del Sagrado Corazón. Si
el simbolismo es, en su esencia, estrictamente conforme al "plan
divino", y si el Sagrado Corazón es el "centro del plan divino",
como el corazón es el centro del ser, de modo real y simbólico al unísono, este
símbolo del Corazón, por sí mismo o por sus equivalentes, debe ocupar en todas
las doctrinas emanadas más o menos directamente de la tradición primordial un
lugar propiamente central, aquel que le da, en medio de los círculos planetario
y zodiacal, el Cartujo que esculpió el mármol de Saint-Denis d´Orques (ver
"Regnabit", febrero de 1924) (4); es lo que precisamente intentaremos
mostrar en otros estudios (5).
NOTAS :
(1) [Cf. Introduction générale a l'étude des
doctrines hindoues, aparecido en 1921, parte II, cap. VII, y L'Esotérisme de Dante, aparecido en
1925; después del presente artículo, Guénon volvió a menudo en otros artículos
y libros sobre la doctrina que da fundamento al simbolismo, especialmente en Le
Symbolisme de la Croix y en Aperçus sur l'Initiation, cap.
XVI-XVIII.)
(2)
Puede citarse un texto paralelo de Santo Tomás de Aquino: "Para un fin
cualquiera, se dice que algo es necesario de dos modos: de uno, como aquello
sin lo cual no puede ser, tal el alimento necesario para la conservación de la
vida humana; de otro, como aquello por lo cual de modo mejor y más conveniente
se alcanza ese fin, tal el caballo es necesario para el camino" (Summa
Theol., III, q. 1, a. 2, respondeo). Esto hacía escribir al P.
Anizan: "'Sicut equus necessarius est ad iter', dicen los
Veda y la Suma Teológica" (Regnabit, enero de 1927, pág. 136.].
(3)
Quizá no sea inútil hacer notar que este punto de vista, según el cual la
naturaleza se considera como un símbolo de lo sobrenatural, no es nuevo en modo
alguno, sino que, al contrario, ha sido encarado corrientemente en la Edad
Media; ha sido, especialmente, el de la escuela franciscana, y en particular de
San Buenaventura. Notemos también que la analogía, en el sentido tomista de la
palabra, que permite remontarse del conocimiento de las criaturas al de Dios,
no es otra cosa que un modo de expresión simbólica basado en la correspondencia
del orden natural con el sobrenatural.
(4) El autor agrega aquí una referencia al lugar efectivamente central que ocupa
el corazón, en medio de los círculos planetario y zodiacal, en un mármol
astronómico de Saint-Denis-d'Orques (Sarthe), esculpido por un cartujo hacia
fines del siglo XV. La figura había sido reproducida primeramente por L.
Charbonneau-Lassay en "Regnabit", febrero de 1924; cf., del
mismo, Le Bestiaire du Christ, pág. 102. Se tratará de nuevo este punto
en el cap. LXIX de Symboles de la Science Sacrée).
(5).
(R. Guénon ya había tratado sobre el corazón como centro del ser, y más
especialmente como "morada de Brahma" o "residencia de
Atmâ" en L'Homme et son devenir selon le Vêdânta (1925); en el
marco de "Regnabit", donde nunca hacía referencia a sus obras
sobre el Hinduísmo, debía retomar de modo nuevo ese tema.)
Publicado
en "Regnabit", enero de 1926. Recopilado como capítulo II de Symboles
de la Science Sacrée. (Este estudio se refería a un artículo del R. P.
Anizan, titulado "Si nous savions regarder", aparecido en el número
de noviembre de 1925. Las notas entre paréntesis son de Michel Vâlsan).
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