JESUCRISTO EN
IBN AL-‘ARABÎ
Meditación ante la madrasa de su nombre en Damasco
Francisco García Alvadalejo
Hay tres escalones, con
seis bloques de piedra cada uno, sueltos todos, pero inamovibles, que llevan al
inmenso portón de vieja madera recia y descolorida, en cuyo centro una puerta
moldeada con arcos otomanos, más cerrada que abierta, es la entrada principal a
la madraza.
Y eran jóvenes
musulmanes, quizás aquellos mismos que el día antes, al cambiar de curso, ellos
también, en alegre algarabía, cambiaban, vendían o compraban sus libros ya
usados, junto a las ruinas romanas del gran bazar del Hamidíe.
Frente a frente, mezquita
y madraza. La mezquita que cobija la cripta donde se veneran los restos del
místico y la madraza donde se imparte su doctrina, y también alimentos para los
más necesitados.
Y esto viene siendo así
desde el último tercio del siglo XVI, cuando, mezquita y madraza, fueron
erigidas en honor de aquel murciano de nacimiento, por el mismo sultán que
combatió contra España en la Batalla de Lepanto, Selim II, el hijo de Solimán
el Magnífico. ¡Paradojas que tiene la vida!
En aquella vía, entre
madraza y mezquita, diariamente se celebra uno de los más importantes mercados
de Damasco. Por eso no es extraño ver por las mañanas bultos de hortalizas
apoyados en el quicio de la puerta principal de la mezquita o sobre los
escalones de bloques sueltos de la madraza. Porque, en este aspecto, si los
hijos de Damasco han hecho de la ciudad el paraíso de la tolerancia, dentro del
mundo árabe, los del barrio de Muhyiddîn son la esencia misma de esa
tolerancia.
A nadie causa molestias
ser apretujado por los demás cuando se trata de dejar paso a un fellâh que tira
de su carromato cargado de mercancías o de abrir camino al taxi que viene
cargado (le gentes diversas, desde el ejecutivo con cartera de piel a la vieja
campesina que trae a vender las aves de su corral.
Yo me encontraba ante los
escalones de bloques sueltos de la vieja madraza, en uno de cuyos lados también
se amontonaban voluminosos cestos repletos de frutas, mientras se oía el
vocerío de los vendedores de especias, de los vendedores de bisutería, de los
vendedores de resinas aromáticas, de dátiles del desierto, de tierras de
colores para embellecer a las doncellas, vendedores de miel donde se
arracimaban las abejas. ¡Oh, delirante vocerío de aquellos vendedores de las
cosas más nimias y necesarias!
Fue entonces cuando se me
acercó un anciano fellâh, quien, con mucho comedimiento y mejor deseo, me dijo
en voz baja, como si fuera un secreto muy bien guardado, que aquel edificio fue
mandado construir por el santón que se veneraba en la mezquita de enfrente, por
Muhyîddîn Ibn al‑‘Arabî, quien poseía una inmensa
fortuna, tan inmensa que jamás se agotará. Por eso la madraza continúa realizando su labor benéfica al cabo de los siglos, gracias a
Muhyîddîn, como también así se conoce la barriada.
Con la ayuda de mi amigo
Sami Abdalla traté de convencer a aquel buen hombre de que Muhy!dd!n era tan
pobre que murió acogido a la caridad del cadî de Damasco, Ibn Zakî. Pero no
hubo manera de convencerlo. Para él, Muhyîddîn sigue poseyendo una gran
fortuna. ¡Y quizás tuviera razón! ¡La enorme fortuna de haber alcanzado el más
alto puesto en la historia de la espiritualidad musulmana!
Días más tarde tuve
ocasión de asistir allí mismo, en Damasco, a un acto inolvidable. Se trataba de
la lectura colectiva de una pequeña parte de uno de los 560 capítulos de ese
inmenso libro de Ibn ‘Arabî que se intitula las Futûhât al‑Makkîyya,
precisamente un párrafo de la
segunda parte del libro que trata sobre las prácticas espirituales donde se describen los acontecimientos a
los que el sufí debe enfrentarse en su ascensión a la realidad.
Esta lectura se celebraba
con un reducido grupo de seguidores de la doctrina de Muhyîddîn, en una
mezquita del barrio de al‑Midan, al norte de la ciudad, o sea,
en un lugar completamente opuesto a donde está enterrado Muhyîddîn, pero, al
parecer, en las proximidades del sitio en que murió.
Dirigía la lectura el
shayk Muhammad Makkî al-Kutanî, por entonces considerado la máxima autoridad
religiosa de Siria, venerable anciano de carácter abierto a quien le conté lo
que me había ocurrido con el viejo campesino ante la madraza de Ibn ‘Arabî. Con
una simpatía arrolladora, desde mi punto de vista de entonces algo impropia de
su alto rango, se limitó a sonreír al tiempo que me abrazaba, y como eludiendo
hábilmente la respuesta me preguntó si al pasar por la ciudad de Fez, de donde
él era nativo, había visitado no recuerdo qué mezquita, donde Ibn ‘Arabî tuvo
la revelación relacionada con el Sello de los santos muhamadianos.
Le pregunté por El Islam
cristianizado y me respondió con su habitual sonrisa que en esta vida todos
erramos, pero me recomendó leer y releer la azora V del Corán que me sacaría de
dudas. Además, él fue quien me hizo saber que uno de los cuatro alminares de la
mezquita de los Omeyas lleva el nombre de Jesús.
Sin embargo, me seguía
obsesionando no haber podido dar cumplida respuesta al anciano campesino de la
madraza, incluso sentía algo así como un complejo de culpabilidad por no haber
podido sacarlo de su error. Porque lo que aquel hombre no sabía era que para
que Ibn ‘Arabî llegara hasta donde llegó fue necesario, allá en su juventud,
cuando iba a entrar como iniciado en el camino de la espiritualidad que
continuaría hasta su muerte, era necesario, repito, desposeerse de todos sus
bienes para entrar en el camino de la más absoluta pobreza.
(Gracias, señora Addas.
Por su libro La Búsqueda del Azufre rojo, he aprendido, entre otras cosas, que
es creencia generalizada de Damasco que Ibn ‘Arabî murió inmensamente rico ¡Ya
ve usted cómo algunos aledaños de las religiones también los hacen los pueblos
a su capricho!)
Y es que Ibn ‘Arabî, como
buen conocedor de la más limpia espiritualidad, aceptó allá en su Sevilla
adoptiva el consejo de un viejo campesino, que no sabía leer ni contar, un buen
musulmán que al final de su vida recibió la influencia ‘îsawiyya, es decir,
influencia crística, pero si aquél, digo, recibió esta influencia al final de
su vida, Ibn ‘Arabî la recibió al comienzo de la suya; de igual manera que más
tarde recibiría otras influencias espirituales que irían conformando su recia
personalidad.
Aquel su primer maestro
terrenal se llamó Abû Yafar al ‘Uryanî, pero antes que éste, su verdadero
primer maestro, por el que realmente se acercó a Dios, fue Jesús, por lo menos
esto es lo que él mismo dice en sus escritos (Fut. III, 341).
Conociendo al Jesús del
Corán, admirado de la generosidad y transcendencia de ese profeta, el que,
según la revelación islámica, ha de regresar junto al Mahdi, al final de los
tiempos para restablecer en el mundo la paz y la justicia, aplicando la ley
muhamadiana (que los shî’ítas dicen será con el último imâm duodecimano que
escapó de ser asesinado, como sus antecesores, y vive secretamente entre la umma),
pero que sea quien sea, volverá con Jesús. Con aquel que alentó al Ibn ‘Arabî
joven al renunciamiento y absoluto desposeimiento de todos sus bienes.
Otra de las cosas que han
llamado siempre mi atención ha sido la encendida defensa que Ibn ‘Arabí hace de
Jesús en el capítulo que le dedica en el Fusûs al‑Hikam.
Sabido es que en este tratado de metafísica Ibn ‘Arabî toma unas frases del Corán relativas a veintisiete profetas,
algunos de ellos árabes y por
tanto desconocidos para los cristianos, y sobre esas frases desarrolla sus
teorías, no siempre fáciles de comprender para quienes no están acostumbrados a
transitar por estos senderos.
En este capítulo, Ibn
‘Arabî toma algunos de los versículos relacionados con la concepción de María,
su resistencia a admitir la presencia de Gabriel en forma de hombre, sus dudas,
su nerviosismo cuando éste le anuncia que viene enviado por Dios para que conciba
un hijo, e imaginando ella que era un hombre que buscaba conocerla carnalmente,
y sabiendo que eso no estaba permitido exclamó: "Yo busco refugio en Dios
contra ti; si tu Le temes...", buscó refugio con todo su ser, y desde este
hecho fue invadida por un estado perfecto de Presencia divina. Y señala Ibn
‘Arabî, acentuando la idea: "Si Gabriel le hubiera transmitido su soplo en
ese mismo instante, cuando ella se encontraba en este estado, Jesús hubiera
nacido de tal forma que nadie lo hubiera podido soportar a causa de su
naturaleza violenta conforme al estado de su madre en el momento de su
concepción. Pero en cuanto Gabriel dijo a María que él era el enviado de tu
Señor y he venido para darte un hijo puro, ella se relajó de su estado de
contracción y su pecho se ensanchó; y fue entonces cuando Gabriel le insufló el
espíritu de Jesús."
Y aquí las disquisiciones
de Ibn ‘Arabî cuando, analizando los hechos, dice que, desde ese instante, el
deseo amoroso invadió a María, de forma que el cuerpo de Jesús fue creado de la
verdadera "agua" (o simiente) de María y del «agua» (o simiente)
puramente imaginaria de Gabriel, transmitida por la humedad principalmente
inherente al soplo porque el soplo de los seres animados contiene el elemento
agua—. Así Jesús fue constituido de "agua" imaginaria y
"agua" verdadera, y fue alumbrado bajo forma humana a causa de su
madre y a causa de la aparición de Gabriel bajo forma de hombre; ya que no hay
generación en esta especie humana fuera de la ley común. Es decir, que el milagro
no anuló el orden natural de las cosas.
Toda esta explicación
cosmológica de la concepción de Jesús no está dada con el fin de relativizar la
intervención divina, sino para hacer comprender su constitución, la relación
excepcional entre su elemento paternal y su substancia maternal. Por eso, Ibn
‘Arabî pone toda su sensibilidad al servicio de su admiración por Jesús en
estos versos iniciales:
"El Espíritu fue manifestado del agua
de María y del soplo de Gabriel
Bajo la forma del hombre hecho de
arcilla,
en un cuerpo purificado de la
naturaleza corruptible que él llama prisión.
De suerte que es morada después de
más de mil años.
Un «espíritu de Dios», de ningún
otro:
Es por eso que él resucitaba a los
muertos y creó el ave de arcilla.
Su relación hacia su Señor es tal,
que él obra por ella en los mundos
superiores e inferiores.
Dios purificó su cuerpo y lo elevó en
espíritu
e hizo de ello el símbolo de su acto
creador."
Por otra parte, y sigo
trasmitiendo las palabras del Fusûs al‑Hikam, Ibn ‘Arabî sigue destacando las virtudes de Jesús cuando pone de
manifiesto que Jesús manifestó humildad hasta el punto de ordenar a su
comunidad que dieran el diezmo humillándose, y que si alguien fuera golpeado en
su mejilla, expusiera la otra a quien le golpeara y no se rebelara contra él ni
buscara venganza.
Esto Jesús lo heredó de
su madre, porque se consideraba que este sometimiento de la mujer es natural,
porque la mujer está legal y físicamente sujeta al hombre. Por el contrario, su
poder vivificante y curativo le viene del soplo de Gabriel revestido de forma
humana. Es por este motivo por lo que Jesús puede resucitar a los muertos aun
teniendo la forma de hombre. Si Gabriel no se hubiera aparecido a María bajo
forma humana, sino bajo cualquier otra forma sensible, animal, vegetal o
mineral, Jesús no hubiera resucitado a los muertos. De igual manera, si Gabriel
hubiera aparecido en una forma de luz (espiritual) exenta de los elementos y de
las cualidades sensibles —aunque comprendida en la Naturaleza universal—, Jesús
no hubiera resucitado a los muertos sin aparecer él mismo, durante su acción,
bajo esta forma de luz suprasensible, revistiendo al propio tiempo la forma
humana que recibió de su madre. A causa de eso —y no soy yo quien habla, sino
el propio Ibn ‘Arabî— (o sea, a causa de su identificación con Gabriel, en el
caso de la acción milagrosa) se decía de él, cuando resucitaba a los muertos,
que era él, y sin embargo no era él, y los espectadores quedaron consternados
mirándolo, lo mismo que el que reflexiona sobre esta acción se impresiona ante
una persona humana que resucita a los muertos, cuando en verdad es una facultad
divina resucitar a los seres dotados de la palabra; el pensador queda confuso
al ver una acción divina emanando de una forma humana.
Es precisamente esto lo
que impulsó a algunos a postular la "localización" de Dios en la
naturaleza de Jesús, y de otros a decir que Jesús era Dios en tanto que
resucitaba a los muertos, con lo cual velaban (encubrían) a Dios, puesto que
era El quien realmente resucitaba a los muertos, a través de la forma humana de
Jesús. De ahí que dijeran que el Mesías, el hijo de María, era Dios, con lo
cual a Jesús le complicaron la vida respecto a su Señor. Hasta tal punto que
Dios quiso saber si tal cosa que se le atribuía a Jesús había ocurrido o no
(aun cuando Él lo sabía desde la eternidad): "¿Es que tú has dicho a las
gentes que te tomen a ti y a tu madre por divinidades al lado de Dios?". Y
era necesario que la respuesta fuera conforme al nexo y al aspecto bajo los cuales
se reveló al interlocutor; ahora bien, la Sabiduría exigía en este caso que la
respuesta respetase la dualidad esencialmente contenida en la Unidad; y es por
esto por lo que Jesús dice: "Exaltado seas Tú; no es a mí a quien
corresponde decir lo que no es mío en verdad, si yo lo he dicho Tú lo has
sabido; porque Tú eres en realidad quien habló, y el que habla sabe lo que
dice". Así pues, Ibn ‘Arabî, ajustándose a lo consignado en su libro
sagrado (el Corán), pone en boca de Jesús aquellas palabras de "Si yo lo
he dicho, Tú los has sabido; Tú sabes lo que hay en mi alma y yo no sé lo que
hay en Tu alma. Porque eres Tú el Conocedor de los secretos. Yo sólo les he
dicho lo que Tú me has ordenado decirles: Adorad a Dios, mi Señor y vuestro
Señor. Cuando yo vivía entre ellos, yo era su testigo, pero cuando Tú me has
recogido en Ti, Tú eras su observador, porque Tú eres el testigo de todas las
cosas. Si Tú les castigas, son Tus servidores; y si Tú les perdonas, Tú eres el
poderoso, el Prudente".
Por consiguiente, Jesús
dijo: "Yo era un testigo —y no se implicó a sí mismo como lo hizo diciendo
"mi Señor" y "vuestro señor"— mientras yo permanecía entre
ellos", porque los profetas son los testigos de sus comunidades mientras
que con ellas viven, "Mas cuando Tú me recogiste", es decir: cuando
Tú me elevaste hacia Ti y Tú me ocultaste de ellos y me los ocultaste,
—"Tú eras el observador"— no ya a través de mi substancia, sino en
sus propias substancias, puesto que Tú eras su propia mirada interior que los
observaba; porque la conciencia que tiene el hombre de sí mismo es la
conciencia de Dios para con él. Jesús designó a Dios por el nombre de
observador, después de designarse a él mismo como testigo, por marcar la
diferencia entre él y su Señor, a fin de que se supiera que se consideraba a sí
mismo como servidor y a Dios como a su propio Señor. Así pues, sabe que a Dios,
el Observador, pertenece también el nombre que Jesús, según su palabra:
"Yo era su testigo", se atribuye a sí mismo, porque Jesús dijo también:
"Y eres Tú el testigo de todas las cosas", dice "cosa" en
el sentido de una negación de las negaciones, de forma que la expresión
"todas las cosas" comprende absolutamente todo; y él empleó el Nombre
divino El Testigo en el sentido de que Dios contempla la realidad propia y
esencial de todas las cosas. De ahí que él indicara que Dios mismo era el
Testigo de la comunidad de Jesús, de la cual había dicho: "Yo era su
testigo, mientras permanecía entre ellos", se trata del Testigo divino en
la substancia de Jesús, según el mensaje divino bien conocido, que afirma que
Dios es la lengua y el oído y la vista del elegido. Luego él pronunció una
frase que es a la vez de Jesús y de Muhammad; es de Jesús, porque es a él a
quien está atribuida en la escritura divina; y es de Muhammad porque éste la
pronunció en cierta ocasión y la recitó una noche entera, sin pasar a otra
cosa, hasta levantarse él alba: "Si Tú les castigas, ellos son Tus
servidores; y si Tú les perdonas, eres Tú el Poderoso, el Prudente".
Dios dictaminó entonces:
"Este mismo día es un día en el que los justos ganarán en su justicia; los
jardines regados por los ríos serán su morada perpetua. Dios será satisfecho de
ellos y ellos serán satisfechos de Dios. Este es el gran triunfo". Además,
hay un versículo en el Corán en el que Dios dice: "Nos hicimos del hijo de
María y de su madre un símbolo. Nos les dimos como morada un lugar elevado
tranquilo y abundante en fuentes" (XXIII, 49).
Hemos pretendido dar a
conocer hasta qué punto Jesús ha estado presente en la obra de Ibn ‘Arabî.
Hemos omitido muchos datos porque no pretendíamos un trabajo exhaustivo, pero
podemos recordar que si bien Muhammad es considerado el Sello de la Profecía,
para Ibn ‘Arabî es Jesús el Sello de la santidad universal.
Jesús, desde el punto de
vista, es el único profeta al que se le reconoce materialmente origen divino y
el único, además, al que el Islam le tiene encomendada la misión de descender a
la Tierra para convertirla en un mundo mejor.
Yo, mientras tanto, sigo recordando
aquellos tres escalones con seis bloques de piedra cada uno, completamente
sueltos, y me miro por dentro sin encontrar mi punto de anclaje.
Cortesía de Webislam
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