TEOFANIA Y SIGNOS
Mircea Eliade
Para poner en
evidencia la no-homogeneidad del espacio, tal como la vive el hombre religioso,
se puede recurrir a un ejemplo trivial: una iglesia en una ciudad moderna. Para
un creyente esta iglesia participa de otro espacio diferente al de la calle
donde se encuentra. La puerta que se abre hacia el interior de la iglesia
señala una solución de continuidad. El umbral que separa los dos espacios indica al propio tiempo la distancia entre
los dos modos de ser: profano y religioso. El umbral es a la vez el hito, la
frontera, que distingue y opone dos mundos y el lugar paradójico donde dichos
mundos se comunican, donde se puede efectuar el tránsito del mundo profano al
mundo sagrado.
Una función
ritual análoga corresponde por derecho propio al umbral de las habitaciones
humanas, y por ello goza de tanta consideración. Son muchos los ritos que
acompañan al franqueamiento del umbral doméstico. Se le hacen reverencias o
prosternaciones, se le toca piadosamente con la mano, etc. El umbral tiene sus
«guardianes»: dioses y espíritus que defienden la entrada, tanto de la
malevolencia de los hombres, cuanto de las potencias demoníacas y
pestilenciales. Es en el umbral donde se ofrecen sacrificios a las divinidades tutelares.
Asimismo es ahí donde ciertas culturas paleo-orientales (Babilonia, Egipto,
Israel) situaban el juicio. El umbral, la puerta, muestran de un modo inmediato
y concreto la solución de continuidad del espacio; de ahí su gran importancia
religiosa, pues son a la vez símbolos y vehículos del tránsito.
Desde este
momento se comprende por qué la iglesia participa de un espacio radicalmente
distinto al de las aglomeraciones humanas que la circundan. En el interior del
recinto sagrado queda trascendido el mundo profano. En los niveles más arcaicos
de cultura esta posibilidad de trascendencia se expresa por las diferentes
imágenes de una abertura: allí, en el recinto sagrado, se hace posible la
comunicación con los dioses; por consiguiente, debe existir una «puerta» hacia
lo alto por la que puedan los dioses descender a la Tierra y subir el hombre
simbólicamente al Cielo. Hemos de ver en seguida que tal ha sido el caso de
múltiples religiones. El templo constituye, propiamente ha- blando, una
«abertura» hacia lo alto y asegura la comunicación con el mundo de los
dioses.
Todo espacio
sagrado implica una hierofanía, una irrupción de lo sagrado que tiene por
efecto destacar un territorio del medio cósmico circundante y el de hacerlo
cualitativamente diferente. Cuando, en Jarán, Jacob vio en sueños la escala que
alcanzaba el Cielo y por la cual los ángeles subían y bajaban, y escuchó en lo
alto al Señor, que decía: «Yo soy el Eterno, el Dios de Abraham», se despertó
sobrecogido de temor y exclamó: «¡Qué terrible es este lugar! Es aquí donde
está la casa de Dios. Es aquí donde está la puerta de los Cielos.» Y cogió la
piedra que le servía de almohada y la erigió en monumento y derramó aceite
sobre su extremo. Llamó a este lugar Bethel, es decir, «Casa de Dios» (Génesis,
XXVIII, 12-19). El simbolismo contenido en la expresión «Puerta de los Cielos»
es rico y complejo: la teofanía consagra un lugar por el hecho mismo de hacerlo
«abierto» hacia lo alto, es decir, comunicante con el Cielo, punto paradójico
de tránsito de un modo de ser a otro. Pronto encontraremos ejemplos todavía más
precisos: santuarios que son «Puertas de los Cielos», lugares de tránsito entre
el Cielo y la Tierra.
A menudo ni
siquiera se precisa una teofanía o una hierofanía propiamente dichas: un signo
cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar. «Según la leyenda, el
morabito que fundó El-Hemel se detuvo, a finales del siglo XVI, para pasar la
noche cerca de la fuente y clavó un bastón en el suelo. A la mañana siguiente,
al querer cogerlo de nuevo para proseguir su camino, encontró que había echado
raíces y que de él habían brotado retoños. En ello vio el indicio de la
voluntad de Dios y estableció su morada en aquel lugar» (1). Y es que el signo
portador de significación religiosa introduce un elemento absoluto y pone fin a
la relatividad y a la confusión. Algo que no pertenece a este mundo se
manifiesta de manera apodíctica y, al hacerlo así, señala una orientación o
decide una conducta.
Cuando no se
manifiesta ningún signo en los alrededores, se provoca su aparición. Se
practica, por ejemplo, una especie de evocatio
sirviéndose de animales: son ellos los que muestran qué lugar es susceptible de
acoger al santuario o al pueblo. Se trata, en suma, de una evocación de fuerzas
o figuras sagradas, que tiene como fin inmediato la orientación en la
homogeneidad del espacio. Se pide un signo para poner fin a la tensión
provocada por la relatividad y a la ansiedad que alimenta la desorientación; en
una palabra: para encontrar un punto de apoyo absoluto. Un ejemplo: se persigue
a un animal salvaje, y en el lugar donde se le abate se erige el santuario, o
bien se da suelta a un animal doméstico - un toro, por ejemplo -, pasados unos
días se va en su búsqueda y se le sacrifica en el lugar donde se le encuentra.
A continuación se erigirá un altar y alrededor de este altar se construirá el
pueblo. En todos estos casos son los animales los que revelan la sacralidad del
lugar: los hombres, según eso, no tienen libertad para elegir el emplazamiento
sagrado. No hacen sino buscarlo y descubrirlo mediante la ayuda de signos
misteriosos.
Este puñado de
ejemplos nos ha mostrado los diferentes medios por los cuales recibe el hombre
religioso la revelación de un lugar sagrado. En cada uno de estos casos, las
hierofanías anulan la homogeneidad del espacio y revelan un «punto fijo». Pero,
habida cuenta de que el hombre religioso no puede vivir sino en una atmósfera
impregnada de lo sagrado, es de esperar la existencia de multitud de técnicas
para consagrar el espacio. Según hemos visto, lo sagrado es lo real por excelencia,
y a la vez potencia, eficiencia, fuente de vida y de fecundidad. El deseo del
hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de
situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin
fin de las experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y
eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se verifica en todos los
planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el deseo del hombre
religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado.
Esta es la razón que ha conducido a elaborar técnicas de orientación, las
cuales, propiamente hablando, son técnicas de construcción del espacio sagrado.
Mas no se debe creer que se trata de un trabajo humano, que es su propio
esfuerzo lo que permite al hombre consagrar un espacio. En realidad, el ritual
por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que
reproduce la obra de los dioses. Pero para comprender mejor la necesidad de
construir ritualmente el espacio sagrado hay que hacer cierto hincapié en la
concepción tradicional del «Mundo». Inmediatamente se adquirirá conciencia de
que todo «mundo» es para el hombre religioso un «mundo sagrado».
NOTAS:
(1) Rene Basset, Revue des traditions populaires, XXII, 1907,
p. 287.
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