RITOS Y MISTERIOS METALÚRGICOS
Mircea Eliade
No se descubre fácilmente
una nueva mina o un nuevo filón: corresponde a los dioses y a los seres divinos
el revelar sus emplazamientos o enseñar a los humanos la explotación de su
contenido. Estas creencias se han mantenido en Europa hasta un pasado bastante
reciente. El viajero griego Nucius
Nicandro, que visitó Lieja en el siglo XVI, nos cuenta la leyenda del
descubrimiento de las minas de carbón del norte de Francia y Bélgica: un ángel
se apareció bajo la forma de un anciano venerable, y mostró la boca de una
galería a un herrero que hasta entonces había venido empleando leña para su
horno. En el Finisterre se cuenta que fue un hada (groac'k) la que reveló a los hombres la existencia de plomo
argentífero. Y fue San Peran, santo patrono de las minas, quien descubrió la
fusión de los metales. No vamos a insistir sobre el trasfondo mitológico
asimilado y revalorizado en la hagiografía de San Peran.
En otras tradiciones es
también un semidiós o un héroe civilizador, mensajero de Dios, el que figura en
el origen de los trabajos de las minas y de la metalurgia. Así aparece
claramente en la leyenda china de Yu el
Grande, «el perforador de las montañas». Yu
fue «un minero afortunado que saneó la Tierra en vez de apestarla. Conocía los
ritos del Oficio» (2). No haremos hincapié en el rico folklore minero, aún vivo
en Europa, en los seres misteriosos, como el «maestre Hoemmerling», conocido también por el nombre de «Monje de
la Montaña» o de la «Dama Blanca», cuya aparición anuncia los desprendimientos,
ni en los incontables genios, fantasmas o espíritus subterráneos (3).
Bastará con recordar que
la apertura de una mina o la construcción de un horno son operaciones rituales,
en las que frecuentemente se manifiesta un asombroso arcaísmo. Los ritos
mineros se mantuvieron en Europa hasta fines de la Edad Media. Así, la apertura
de una nueva mina implicaba ceremonias religiosas (Sébillot, op, cit., p. 421).
Pero es en otras partes donde habremos de buscar para poder juzgar la
antigüedad y complejidad de estas tradiciones. Porque la articulación de los
ritos, su fin, la ideología que implican, difieren de un nivel cultural a otro.
En primer término, advertimos la voluntad de apaciguar a los espíritus
protectores o habitantes de la mina. «El minero malayo —escribe A. Hale— tiene
ideas particulares sobre el estaño y sus propiedades: ante todo, cree que el
estaño se encuentra bajo la protección y a las órdenes de ciertos espíritus a
los que estima conveniente apaciguar; cree igualmente que el estaño está vivo y
posee muchas propiedades de la materia viva, como, por ejemplo, la de
trasladarse de un sitio a otro; puede reproducirse, y sostiene antipatías o,
por el contrario, afinidades especiales con ciertas personas y ciertas cosas.
Por consiguiente, se recomienda tratar el mineral de estaño con cierto respeto;
tener en cuenta su comodidad, y, lo que es quizá más curioso todavía, dirigir
los trabajos de la explotación de la mina de modo tal que el estaño pueda ser
obtenido como sin que lo advierta» (4).
Subrayemos, de paso, el
comportamiento «animal» del mineral: está vivo, se mueve a voluntad, se oculta,
muestra simpatía o antipatía hacia los humanos, conducta que no deja de
parecerse a la de la pieza para con el cazador. Aun cuando el islamismo se haya
extendido grandemente por Malasia, esta religión «extranjera» se manifiesta impotente
para asegurar el éxito de las explotaciones mineras. Porque son las antiguas
divinidades las que cuidan de las minas, y ellas son quienes disponen de los
minerales. Así, pues, es absolutamente necesario recurrir a la ayuda de un pawang o sacerdote de la vieja religión,
suplantada por el islamismo. Se acude, pues, al pawang, o incluso a veces a un chaman
sakai (es decir, perteneciente a la población más antigua pre- malaya),
para dirigir las ceremonias mineras. Estos pawang,
por ser quienes conservan las tradiciones religiosas más arcaicas, son
capaces de apaciguar a los dioses guardianes del mineral y de conciliarse con
los espíritus que pueblan las minas (5). Su ayuda es indispensable, sobre todo
cuando se trata de minerales auríferos (que, con los de estaño, constituyen las
principales riquezas mineras de Malasia). Los obreros musulmanes deben
guardarse muy bien de dejar entrever su religión por signos externos u
oraciones. «Se supone que el oro está bajo la jurisdicción y en posesión de un dewa o dios, y su búsqueda es, por
consiguiente, impía, y así los mineros deben conciliarse con el dewa mediante plegarias y ofrendas,
poniendo gran cuidado de no pronunciar el nombre de Alá ni practicar actos del
culto islámico. Toda proclamación de la soberanía de Alá ofende al dewa, quien inmediatamente «oculta el
oro o lo hace invisible» (6). Es un fenómeno muy conocido en la historia de las
religiones esta tensión entre las creencias importadas y la religión del territorio.
Como en todo el mundo, los «dueños del lugar» se dejan sentir en Malasia en los
cultos relacionados con la Tierra. Los tesoros de ésta —sus obras, sus «hijos»—
pertenecen a los autóctonos, y sólo su religión les permite aproximarse a
ellos.
En África, entre los bayeka, en el momento de abrir una nueva
galería, el jefe, rodeado de un cierto número de obreros y acompañado de un
sacerdote, recita una oración a los «espíritus del cobre» ancestrales que rigen
la mina. Siempre es el jefe el que decide dónde se debe comenzar a perforar
para no molestar ni irritar a los espíritus de la montaña. Igualmente los
bakitara tienen que apaciguar a los espíritus, «dueños del lugar», y durante
los trabajos han de observar numerosos tabúes, sobre todo sexuales (7). La pureza
ritual desempeña un papel considerable. Los aborígenes de Haití estiman que
para encontrar oro hay que ser casto y sólo comienza la búsqueda del mineral
tras largos ayunos y varios días de abstinencia sexual. Están convencidos de
que si la búsqueda resulta vana, es a consecuencia de su impureza (8).
Luego veremos la
importancia de los tabúes sexuales durante los trabajos de la fusión del metal.
Así, por ejemplo, en los mineros comprobamos ritos que implican estado de
pureza, ayuno, meditación, oración y actos de culto. Todas estas condiciones
están determinadas por la naturaleza de la operación que se va a efectuar. Se
trata de introducirse en una zona reputada como sagrada e inviolable; se
perturba la vida subterránea y los espíritus que la rigen; se entra en contacto
con una sacralidad que no pertenece al universo religioso familiar, sacralidad
más profunda y también más peligrosa. Se experimenta la sensación de
aventurarse en un terreno que no pertenece al hombre por derecho, siéndole
enteramente ajeno ese mundo subterráneo, con sus misterios de la lenta
maduración mineralógica que se desarrolla en las entrañas de la Madre Tierra.
Se experimenta, sobre todo, la sensación de inmiscuirse en un orden natural
regido por una ley superior, de intervenir en un proceso secreto y sacro. Así,
se toman todas las precauciones indispensables a los ritos de pasaje. Se siente
oscuramente que se trata de un misterio que implica la existencia humana, pues
el hombre, efectivamente, ha sido marcado por el descubrimiento de los metales,
casi ha cambiado su modo de ser, dejándose arrastrar en la obra minera y
metalúrgica. Todas las mitologías de las minas y las montañas, todos esos
innumerables genios, hadas, fantasmas y espíritus, son las múltiples epifanías
de la presencia sagrada que se afrontan cuando se penetra en los niveles
geológicos de la Vida.
Aun cargados de esta
sacralidad tenebrosa, los minerales son encaminados a los hornos. Entonces
comienza la operación más difícil y aventurada. El artesano sustituye a la
Madre Tierra para acelerar y perfeccionar el «crecimiento». Los hornos son, en
cierto modo, una nueva matriz, una matriz artificial donde el mineral concluye
su gestación. De aquí, el número ilimitado de tabúes, precauciones y rituales
que acompañan a la fusión. Se instalan campamentos cerca de las minas, y se
vive en ellos virtualmente puro durante toda la temporada (en África suelen ser
varios meses, por lo general entre mayo y noviembre). Los fundidores achewa observan la continencia más
rigurosa durante todo este tiempo (Cline, op. cit., 119). Los bayeka no aceptan mujeres cerca de los
hornos (ibíd., 120). Loj baila, quienes viven aislados durante toda la
temporada metalúrgica, son todavía más rigurosos: el obrero que ha tenido una
polución nocturna ha de ser purificado (ibíd., 121).
Los mismos tabúes
sexuales se encuentran entre los bakitara;
si el fabricante de fuelles ha tenido relaciones sexuales durante su trabajo,
los fuelles se llenarán constantemente de agua y rehusarán el cumplir con su
cometido (10). Los pangwe se abstienen de toda relación sexual desde dos meses
antes, y durante todo el tiempo que duran los trabajos de fusión (ibíd., 125).
La creencia de que el acto sexual puede comprometer el buen éxito de los
trabajos es común a todo el África negra. La prohibición de las relaciones
sexuales aparece incluso en las canciones ri
oíales que se entonan durante los trabajos. Así cantan los baila: «Kon-gwe (clítoris) y Malaba la negra (labiae feminae) me horrorizan. He visto a Kongwe soplando el fuego. Kongwe
me horroriza. ¡Pasa lejos de mí, pasa lejos, tú, con quien hemos tenido
relaciones repetidas, pasa lejos de mí!» (Cline, 121). Estas canciones pueden
ser oscuros vestigios de una asimilación del fuego y el trabajo de la fusión al
acto sexual. En tal caso, ciertos tabúes sexuales metalúrgicos se explicarían
por el hecho de que la fusión representa una reunión sexual sagrada, una
hierogamia (cf. la mezcla de minerales «machos» y «hembras»), y que, por
consiguiente, todas las energías sexuales deben ser reservadas para asegurar
mágicamente el éxito de la unión que se verifica en los hornos. Porque todas
estas tradiciones son extremadamente complejas y se encuentran en la base y
confluencia de diferentes simbolismos. A la idea de los minerales-embriones que
acaban su gestación en los hornos se añade la idea de que la fusión, por ser
una «creación», implica necesariamente la previa unión entre los elementos
macho y hembra. Luego veremos cómo en China se nos ofrece un simbolismo
similar.
En el mismo orden de
ideas, las ceremonias metalúrgicas africanas presentan ciertos elementos de
simbolismo nupcial. El herrero de la tribu Bakitara
trata al yunque como si fuera una desposada. Cuando los hombres lo transportan
a casa cantan como en una procesión nupcial. Al recibirlo el herrero le hisopea
con agua «para que tenga muchos hijos» y dice a su mujer que ha traído a casa
una segunda esposa (Cline, p. 118). Entre los baila, mientras se construye un
horno, un muchacho y una muchacha penetran en su interior y pisotean habas (el
crepitar que producen simboliza el ruido del fuego). Los niños que han
representado este papel deberán casarse más tarde (ibíd., p. 120).
Cuando se dispone de
observaciones más precisas y elaboradas, se aprecia mejor el carácter ritual del
trabajo metalúrgico en África. R. P. Wyckaert, que ha estudiado de cerca los
herreros de Tanganika, nos cuenta detalles significativos. Antes de ir al
campamento el maestro herrero invoca la protección de las divinidades.
«Vosotros, abuelos que nos habéis enseñado estos trabajos, precedednos (es
decir, estad ante nosotros para mostrarnos cómo debemos obrar). Tú, el
misericordioso que habita no sabemos dónde, perdónanos. Tú, mi sol, mi luz,
cuida de mí. Yo os doy a todos las gracias». En La víspera de la partida para
los altos hornos todo el mundo debe guardar continencia. Por la mañana, el
maestro herrero saca su caja de medicinas, la adora, y luego todos deben
desfilar ante ella, arrodillándose y recibiendo sobre la frente una ligera capa
de tierra blanca. Cuando la columna se encamina hacia los hornos, un niño lleva
la caja de medicinas y otro un par de pollos. Una vez en el campamento, la
operación más importante es la introducción de las medicinas en el horno y el
sacrificio que la acompaña. Los niños llevan los pollos, los inmolan ante el maestro
herrero e hisopean con la sangre el fuego, el mineral y el carbón. Luego «uno
de ellos entra en el hogar, mientras que el otro se queda en el exterior, y
ambos continúan las aspersiones diciendo varias veces (a la divinidad, sin
duda): '¡Enciende tú mismo el fuego y que arda bien!'» (op. cit., p. 375).
Según las indicaciones del jefe, el niño que se encuentra en el interior del
horno coloca las medicinas en la zanja que se ha excavado en el fondo del hogar,
deposita allí también las cabezas de los dos pollos y lo recubre todo con
tierra. También la forja es santificada con el sacrificio de un gallo. El
herrero entra en el interior, inmola la víctima y esparce su sangre sobre la
piedra-yunque, diciendo: «Que esta fragua no estropee mi hierro. ¡Que me dé riqueza y fortuna!» (ibíd., p.
378).
Examinemos el papel
ritual de los dos niños y el sacrificio a los hornos. Las cabezas de pollo enterradas bajo el hogar
pueden representar un sacrificio de sustitución. Las tradiciones chinas nos
suministran importantes aclaraciones al respecto. Recordemos que Yu el Grande,
minero afortunado, goza también de la reputación de haber fundido las nueve
calderas de los Hia, que aseguraban la unión de lo Alto y lo Bajo. Las
calderas eran milagrosas: se trasladaban de sitio por sí mismas, podían hervir
sin que se las calentase y sabían reconocer la virtud (uno de los grandes
suplicios consistía en hacer hervir al culpable) (Granet, p. 491, número 2).
Cinco de las calderas de Yu correspondían a yang y las otras cuatro a yin
(ibíd., p. 496). Por tanto, constituían una pareja, una unión de los contrarios
(cielo-tierra, macho-hembra) y eran al mismo tiempo imagen de la totalidad
cósmica. Como ya hemos visto, los metales eran clasificados también en machos y
hembras. En la fusión participaban muchachos y muchachas vírgenes, y ellos eran
los que arrojaban agua sobre el metal al rojo (ibíd., p. 497). Ahora bien, si
el temple de una espada era considerado como una unión del fuego y el agua
(ibíd., p. 498), si la aleación era considerada asimismo como un rito de
matrimonio (p. 499), el mismo simbolismo iba implícito necesariamente en la
operación de la fusión del metal.
En relación directa con
el simbolismo sexual y marital encontramos el sortilegio sangriento. Mo-ye y Kan-tsiang, macho y hembra, son una pareja de espadas; también,
como marido y mujer, son un matrimonio de herreros. Kan-tsiang, el marido, recibió el encargo de forjar dos espadas, se
puso mano a la obra y no pudo conseguir, después de tres meses de esfuerzo, que
el metal entrara en fusión. A su mujer, Mo-ye, que le preguntaba la razón de su
fracaso, le respondía evasivamente. Ella
insistió, recordándole el principio que la transformación de la materia santa
(el metal) exige para verificarse (el sacrificio de) una
persona.
Kan-tsiang contó entonces que su maestro sólo había conseguido que
se realizara la fusión arrojándose él mismo con su mujer en el horno. Mo-ye se
declaró entonces presta a dar su cuerpo si también su marido daba a fundir el
suyo (Granet, p. 500). Se cortaron los cabellos y las uñas. «Juntos arrojaron
al horno los cabellos y las raspaduras de uñas. Dieron la parte por dar el todo» (ibíd., p. 501).
Y según otra
versión: «Como Mo-ye preguntase a su marido por qué no se realizaba la fusión,
éste respondió: 'Ngeu, el fundidor,
mi difunto maestro (o el Viejo Maestro), quería fundir una espada, y como no se
produjese la fusión, se sirvió de una doncella para desposarla con el genio del
horno.' Mo-ye, al oír estas palabras, se arrojó dentro del horno y la colada se
hizo» (ibíd., p. 501, n. 3). El Wu-Yue-tch'uen-isieu
(c. 4.°), describiendo la fabricación de dos «ganchos o cuchillas en forma de
hoz», señala que el artesano las ha consagrado con la sangre de sus dos hijos
(ibíd., página 502, n. 2). «Cuando Keu-tsien,
rey de Yue, se hizo fundir ocho
espadas maravillosas antes de recoger el metal sacrificó bueyes y caballos
blancos al genio de Kuen-wu. Kuen-wu
es un nombre de espada» (ibíd., p. 493)13. El tema de un sacrificio, incluso
personal, con ocasión de la fusión, motivo mítico-rítual en relación más o
menos directa con la idea del matrimonio místico entre un ser humano (o una
pareja) y los metales, es particularmente importante. Morfológicamente, este
tema se inscribe en la gran clase de sacrificios de «creación», cuyo modelo
ejemplar en el mito cosmogónico acabamos de ver. Para asegurar la fusión, «el
matrimonio de los metales», es preciso que un ser vivo «anime» la operación, y
el mejor camino para ello sigue siendo el sacrificio, la transmisión de una
vida. El alma de la víctima cambia de envoltura carnal: cambia su cuerpo humano
por un nuevo «cuerpo» —un edificio, un objeto, sencillamente una operación—, al
cual hace «vivo», al que «anima». Los ejemplos chinos que acabamos de citar
parecen conservar el recuerdo de un sacrificio humano para el éxito de la obra
metalúrgica. Sigamos la investigación en otras zonas culturales. Veremos en qué
medida el sacrificio de los hornos constituye una aplicación del mito
cosmogónico y los nuevos valores que desarrolla.
NOTAS:
2 . Marcel Granet: Danses et légendes de la Chine ancienne, p. 496. Cf. pp. 610 y ss.
3. P. Sébillot: op. cit., pp. 479-493 et passim. Sobre las mitologías literarias y la imaginería de las minas, véase G. Bachelard: La Terre et les réveries de la volonté, pp. 183 y ss. 'et passim.
4 . A. Hale: Citado por W. W. Skeat: Malay Magic (Londres, 1920), pp. 259-260.
5 . Id., p. 253.
6 . W. W. Skeat: Malay Magic, pp. 271-272.
7. Cline: Mining and Metallurgy in Negro África, pp. 119, 117.
8. P. Sébillot: op. cit., p. 421.
9. Cline: op. cit., p. 41.
10. Sin embargo, siempre entre los Bakitara, «el herrero que fabrica sus propios fuelles debe cohabitar con su mujer desde el momento en que los acaba, para hacerlos sólidos y asegurar su buen funcionamiento». Cline: op. cit., p. 117. Entre los Ba Nyankole, el herrero cohabita con su mujer en cuanto se le trae un nuevo martillo a la cabana (ibíd., p. 118). Aquí nos encontramos con un simbolismo distinto: el instrumento se «hace vivo» mediante la sexualización, homologando su función al acto generador de los humanos.
11. R. P. Wyckaert: Vorgerons pa'iens et forgerons chrétiens au Tanganyka, p. 375.
12. Marcel Granet: op. cit., pp. 489-490.
13. Véanse otras variantes de la leyenda de Mo-ye y Kan-tsiang en Lionello Lanciotti: «Sword casting and related legends in China» (East and West, VI, 1955, pp. 106- 114), espec. pp. 110 y ss., y «The Transformation of Ch'ih Pi's Legend» (ibíd., páginas 316-322). Sobre las mitologías y los rituales metalúrgicos entre los chinos, véase Max Kaltenmark: Le Lie-Sien-Tchuan, pp. 45 y ss., 170 y ss.
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