EL SUFISMO
RENÉ GUÉNON
(ABD AL WAHID YAHIA)
Bajo el título Islamic Soufism, Sirdar Ikbal Alí Shah ha
publicado recientemente un volumen (1) que no es, como se podría creer, un
tratado más o menos completo y metódico sobre el asunto, sino sobre todo una recopilación
de estudios de los que algunos se relacionan con cuestiones de orden general,
mientras que otros tratan de puntos más particulares, especialmente en lo que
concierne a las turuq más extendidas actualmente en la India, como los
Naqsbandiya y los Chistiya. Bien que estos estudios no sean lo menos
interesante de esta obra, no es nuestra intención el insistir sobre ellos aquí,
y pensamos preferible examinar más bien lo que toca más directamente a los
principios, lo que nos supondrá al mismo tiempo una ocasión para recordar y
precisar unas indicaciones que ya hemos dado en otras diversas ocasiones. (2)
En primer lugar, el título mismo demanda una observación: ¿Porqué
"Islamic Sufism"? ¿No hay ahí una especie de pleonasmo? Sin
duda, en árabe, se debe decir "Taçawwuf islâmi", pues el
término Taçawwuf, designa generalmente toda doctrina de orden esotérico
o iniciático, sea cual fuere la forma tradicional a la que se vincule; pero la
palabra "Sufismo", en las lenguas occidentales, no es verdaderamente
una traducción de Taçawwuf, es simplemente una suerte de término
convencional forjado para designar especialmente al esoterismo islámico. Es
cierto que el autor explica su intención: él ha querido, añadiendo el adjetivo
"islámico", evitar toda confusión con otras cosas que son a veces
calificadas también de "Sufismo" por ignorancia; pero ¿se debe tener
en cuenta en este punto el abuso que se hace de las palabras, particularmente
en una época desordenada como aquella en la que vivimos? Es ciertamente
necesario el poner en guardia contra las teorías y contra las organizaciones
que se apropian indebidamente de títulos que no les pertenecen; pero, tomada
esta precaución, nada impide emplear las palabras guardando su sentido normal y
legítimo; y además, si fuera de otra manera, quedarían muy pocos términos de
los que servirse.
Por otra parte, cuando el autor declara que “no hay otra forma de
Sufismo distinta a la islámica”, nos parece que hay ahí un equívoco: si
pretende hablar propiamente de “Sufismo”, la cosa es evidente, pero, si quiere
decir Taçawwuf en el sentido árabe de la palabra, hay que comprender ahí
las formas iniciáticas que existen en todas las doctrinas tradicionales, y no
solamente en la doctrina islámica. Por lo tanto, esta afirmación, incluso con tal
generalidad, es cierta en un sentido: toda forma iniciática regular, en efecto,
implica esencialmente en primer lugar, la consciencia de la Unidad principial,
y, en segundo lugar, el reconocimiento de la identidad fundamental de todas las
tradiciones derivadas de una fuente única, y, por consiguiente, de la
inspiración de todos los Libros sagrados; ahora bien, ahí está, en el fondo, el
estricto equivalente de los dos artículos de la shahâdah. Se puede pues decir que todo mutaçawwuf,
a cualquier forma que se vincule, es realmente “muslim”, al menos de modo
implícito, basta para ello entender la palabra”Islam” en toda la universalidad
que comporta; y nadie puede decir que eso sea una extensión ilegítima de su
significación, pues entonces devendría incomprensible que el Corán mismo
aplique esta palabra a las formas tradicionales anteriores a la que se denomina
más especialmente islámica: en suma, tal es, en su sentido primero, uno de los
nombres de la Tradición ortodoxa bajo todas sus formas, todas ellas procedentes
parecidamente de la inspiración profética, y las diferencias no debiéndose más
que a la adaptación necesaria las circunstancias de tiempo y de lugar. Esta
adaptación, por lo demás, no afecta realmente más que a la vertiente exterior,
que podemos denominar la shariyah o lo que constituye su equivalente);
pero el lado interior, o la haqîqah, es independiente de las
contingencias históricas y no puede estar sometida a tales cambios; también por
ello, bajo la multiplicidad de formas, la unidad esencial subsiste
efectivamente. Desgraciadamente, en la obra de que tratamos, no aparece por
ninguna parte una noción lo suficientemente clara de las relaciones de la shariyah
y de la haqîqah, o, si se quiere, del exoterismo y del esoterismo, y,
cuando vemos, en ciertos capítulos, puntos de doctrina y de práctica
pertenecientes al Islamismo más exotérico presentados como perteneciendo
propiamente al “Sufismo”, no podemos dejar de temer que haya en el pensamiento
del autor alguna confusión entre los dos dominios que deben siempre permanecer
perfectamente distintos, como lo hemos explicado frecuentemente; el exoterismo
de cierta forma tradicional es, para los adherentes a esta, el soporte
indispensable del esoterismo, y la negación de tal lazo entre uno y otro sólo aparece
en algunas escuelas más o menos heterodoxas, pero la existencia de esta
relación, no impide a los dos dominios el ser radicalmente diferentes: religión
y legislación de una parte, iniciación de la otra, no proceden con los mismos
medios y no enfocan el mismo fin.
En cuanto al origen del “Sufismo”, en el sentido habitual de la
palabra, estamos enteramente de acuerdo con el autor para pensar que es
propiamente islámico y procede directamente de la enseñanza misma del Profeta,
a quien remonta en definitiva toda silsilah auténtica. Es decir, que
cualquiera que se adhiere realmente a la tradición no podría aceptar los puntos
de vista de los historiadores profanos, que pretenden relacionar ese origen con
una influencia extranjera, sea neoplatónica, sea persa e india; ahí hay un
punto que hemos tratado suficientemente en diversas ocasiones como como para
deber insistir ahora (3). Incluso si ciertas turuq han realmente “tomado
en préstamo” y más valdría decir “adaptado”, algunos detalles de sus métodos
particulares (aunque las similitudes podrían también explicarse por la posesión
de los mismos conocimientos, especialmente en lo que concierne a la “ciencia
del ritmo” en sus diferentes ramas), ello sólo tiene una importancia muy
secundaria, el Sufismo mismo es árabe antes que nada, y su forma de expresión,
en todo lo que tiene de verdaderamente esencial, está estrechamente ligada a la
constitución de la lengua árabe, como la de la Qabbalah judía lo está a
la constitución de la lengua hebrea; es árabe como el Corán mismo, en el cual
tiene sus principios directos, como la Qabbalah tiene los suyos en la Thorah;
pero aún hace falta, para encontrarlos ahí, que el Corán sea comprendido e
interpretado según los haqâïq, y no simplemente según los pocedimientos
linguísticos, lógicos y teológicos de los “ulamâ az-zâhir” (literalmete,
“los sabios del exterior”, o “doctores de la shariyah”, cuya competencia
sólo se extiende al dominio exotérico).
Poco importa, por lo demás, a este respecto, que la palabra “sufí”
misma y sus derivados (taçawwuf, mutaçawwuf) hayan existido en la lengua
desde el principio, o que sólo hayan aparecido en una época más o menos tardía,
lo que es todavía un gran tema de discusión entre los historiadores, la cosa
muy bien puede haber existido antes que la palabra, bajo otra designación, sea
incluso sin que se haya sentido por entonces la necesidad de darle una (4). Por
lo que concierne a la proveniencia de esa palabra, la cuestión es quizá
insoluble, al menos desde el punto de vista empleado habitualmente: diríamos de
buena gana que hay demasiadas etimologías supuestas y ni más ni menos plausibles unas que otras,
para escoger verdadaderamente una, el autor enumera cierto numero de ellas, y
hay aún otras más o menos conocidas. Por nuestra parte, vemos ahí sobre todo
una denominación puramente simbólica, una especie de “cifra” si se quiere, que,
como tal, no necesita tener ninguna derivación etimológica propiamente
hablando, se encontrarían además en otras tradiciones casos comparables (en la
medida, entiéndase bien, que lo permite la constitución de las lenguas de que
se sirven), y, sin buscar más lejos, el término de “Rosa-Cruz” es un ejemplo de
ello bastante característico; eso es lo que ciertas iniciaciones denominan
“palabras cubiertas”. En cuanto a las sedicentes etimologías, no son en
realidad sino similitudes lingüísticas que corresponden además a relaciones
entre ciertas ideas que vienen así a agruparse más o menos accesoriamente
alrededor de la palabra de que se trata, los que tienen conocimiento de lo que
hemos dicho en otra parte de la existencia muy generalizada de cierto
simbolismo fonético no podrían sorprenderse de ello. Pero aquí, dado el
carácter de la lengua árabe (carácter que por lo demás le es común con la
hebrea), el sentido primero y fundamental debe estar basado sobre los números,
y, de hecho, lo que hay de particularmente notable, es que la palabra “Sufí”
tiene el mismo número que Al-Hikmah al-ilahiyah, es decir, “la Sabiduría
divina” (5).
El “Sufí”
verdadero es por tanto aquel que posee esta Sabiduría, o, en otros términos, él
es al-ârif bi´Llah, es decir, “aquel que conoce por Dios”, pues Él no
puede ser conocido más que por Él mismo; y cualquiera que no ha alcanzado este
grado supremo no puede decirse realmente “Sufí”, sino solamente “mutaçawwuf”
(6).
Estas últimas consideraciones dan la mejor definición posible de at-taçawwuf,
mientras sea permitido hablar aquí de definición (pues no puede haberla
propiamente sino para lo que es limitado por su naturaleza misma, lo que no es
el caso), para completarla, habría que repetir todo lo que hemos dicho
anteriormente sobre la iniciación y sus condiciones, y no podemos hacer nada
mejor que remitir allá a nuestros lectores. Las fórmulas que se encuentran en
los tratados más conocidos, y de las que algunas son citadas en la obra a la
cual nos referimos, no pueden ser verdaderamente consideradas como definiciones, incluso con la reserva que
acabamos de expresar, pues no alcanzan directamente a lo esencial, son
solamente “aproximaciones”, si así puede decirse, destinadas ante todo a
proporcionar un punto de partida a la reflexión y a la meditación, sea
indicando sus medios y no dejando entrever el fin de una manera más o menos
velada, sea describiendo los signos exteriores de los estados interiores alcanzados
en tal o cual grado de la realización iniciática. Se encuentra además gran
número de enumeraciones o de clasificaciones de esos grados y de esos estados,
pero que todas deben tomarse como no teniendo en suma sino un valor relativo,
pues, de hecho, puede haber una multitud indefinida; no se consideran
forzosamente más que los estados principales “típicos” en cierto modo, y que
además pueden diferir según los puntos de vista en que uno se coloque. Por
añadidura, no hay que olvidar que hay, sobre todo para las fases iniciales, una
diversidad que resulta de la propia de las naturalezas individuales, de forma
que no podría haber dos casos que sean rigurosamente semejantes (7); y por ello
se dice que “las vías hacia Dios son tan numerosas como las almas de los
hombres” (at-turuqu ila’ Llahi ka-nufûsi beni Adam) (8). Estas
diferencias se borran solamente con la “individualidad” (al-innyah, de “ana”,
“yo”), es decir, cuando se alcanzan los estado superiores, y cuando los
atributos (çifât) de “al-abd” o de la criatura (que no son
propiamente más que limitaciones) desaparecen (al-fanâh o “la
extinción”) para no dejar subsistir más que los de Allah (“al-baqâ” o
“la permanencia”), siendo el ser idéntico a estos en su “personalidad” o su
“esencia” (“ad-dhât”). Para desarrollar esto más completamente,
convendría insistir muy particularmente sobre la distinción fundamental
del “alma” (“an-nâfs”) y del
“espíritu” (ar-rûh), que, cosa extraña, el autor del libro en cuestión
parece ignorara casi enteramente, lo que aporta mucha vaguedad a algunas de sus
exposiciones, sin esta distinción, es imposible comprender realmente la
constitución del ser humano, y, por consiguiente los diferentes órdenes de
posibilidades de los que es portador.
Sobre este último aspecto, debemos señalar también que el autor parece
ilusionarse sobre lo que se puede esperar de la “psicología”; es cierto que
considera esta distintamente a como lo hacen los psicólogos occidentales
actuales, y como susceptible de extenderse mucho más lejos de lo que ellos
podrían suponer, en lo cual tiene toda la razón, pero, a pesar de eso, la
psicología, según la etimología de su nombre, nunca será más que ilm an-nâfs,
y, por definición misma, todo lo que es del dominio de ar-rûh, le
escapará siempre.
Esta ilusión, en el fondo, procede de una tendencia demasiado
extendida, y de la cual encontramos desgraciadamente en este libro otras
huellas todavía, la tendencia, contra la cual nos hemos levantado tan
frecuentemente, a querer establecer una especie de vinculación o de concordancia
entre las doctrinas tradicionales y las concepciones modernas. No vemos para
qué sirve el citar filósofos que, aunque empleen algunas expresiones
aparentemente similares, no hablan de las mismas cosas en realidad, el
testimonio de los “profanos” no podría valer en el dominio iniciático, y el
verdadero “Conocimiento”, nada tiene que ganar con esas asimilaciones erróneas
o superficiales (9). No es menos cierto que, teniendo en cuenta algunas
observaciones que hemos formulado, se obtendrá ciertamente interés y provecho
leyendo este libro, y sobre todo los capítulos dedicados a las cuestiones más
especiales de las que no podemos ni soñar en dar incluso la menor apreciación: que quede bien entendido, por lo demás, que no se debe pedir a los libros, cualesquiera
que sean, más de lo que pueden dar, incluso los de los mayores Maestros no
harán jamás, por ellos mismos, que alguien que no es “mutaçawwuf” se
convierta en tal, no podrían suplir ni las “calificaciones” naturales ni a la
vinculación a una silsilah regular, y, si pueden sin duda provocar un
desarrollo de ciertas posibilidades en aquel que está preparado, ello no es,
por así decir, más que a título de “ocasión”, pues la verdadera causa está
siempre en otra parte, en el “mundo del espíritu”, y no debe olvidarse que, en
definitiva, todo depende enteramente del Principio, ante el cual todas las
cosas son como si no existieran:
¡“La ilaha
ill´Allahu wahdahu, lâ, sharîka lahu, lahu al mulku wa la-hu al-hamdu, wahuwa
ala kulli skayin qadîr”!
NOTAS:
(1) Rider and Co, editores, Londres.
(2) Haremos a continuación, para no volver sobre
ello, una crítica de detalle, pero que tiene sin embargo su importancia: la
transcripción de las palabras árabes, en este libro, es muy defectuosa, y,
sobre todo, las citas están casi siempre separadas defectuosamente, lo que las
torna difícilmente inteligibles; es de desear que este defecto sea
cuidadosamente corregido en una edición ulterior.
(3) El autor destaca con acierto, a este
respecto, que algunos de los Sufíes más eminentes, como Mohyiddin Ibn Arabi,
Omar ibn al-Fârid, y sin duda también Dhûn-Nûn Al-Miçri, nunca tuvieron el
menor contacto con Persia ni con la India.
(4) En todo caso, a pesar de lo que algunos hayan
dicho, no podría haber equivalencia entre zuhd o “ascetismo” y “taçawwuf”,
no pudiendo el primero ser nunca nada más que un simple medio y que por otro
lado no es siempre empleado para fines de orden iniciático.
(5) El número total dado por la adición de los
valores numéricos de las letras es, para uno y para otro, 186.
(6) La extensión abusiva dada corrientemente a la
palabra “Sufí” es por completo comparable al caso del término “Yogui”, que,
también él, no designa propiamente más que a aquel que ha llegado a la ”Unión”,
pero que se acostumbra a aplicar igualmente a los que aún están en un estadio
preliminar cualquiera.
(7) En el islamismo esotérico mismo, la
imposibilidad de coexistencia de dos seres o de dos cosas semejantes en todos
los aspectos es frecuentemente invocada como prueba de la omnipotencia divina.
Esta, efectivamente, es la expresión en términos teológicos de la infinidad de
la Posibilidad universal.
(8) Estas vías particulares se totalizan en la
universalidad “adámica”, lo mismo que las almas humanas eran, en virtualidad,
todas presentes en Adán desde el origen de este mundo
(9) Lo que es bastante curioso, es que el autor
parece poner a la “psicología” por encima de la “metafísica”. No parece darse
cuenta de que todo lo que los filósofos designan por este último nombre, nada
tiene en común con la verdadera metafísica, en el sentido etimológico de la
palabra, y que esta no es otra cosa que “at-taçawwuf” mismo.
(Publicado
en “Le Voile d´Isis”, agosto-septiembre de 1934 y retomado en la desaparecida
“Etudes Traditionnellles”, nº 494, París, octubre-diciembre de 1986. No
retomado en ninguna compilación póstuma).
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