El Templo - Bernardo de Claraval

EL TEMPLO


Bernardo de Claraval



Hay un templo en la ciudad de Jerusalén en el que todos estos caballeros [Los caballeros Templarios] viven juntos, que no es, la verdad, tan magnífico en su estructura como el famoso y antiguo templo de Salomón, pero que tampoco le cede en nada en cuanto al esplendor de su gloria. Porque toda la magnificencia del primero consistía únicamente en la materia corruptible del oro y la plata con que estaba enriquecido, en las perfectamente encuadradas piedras y en la diversidad de las maderas con que estaba fabricado. 



         Pero la gran piedad y el excelente modo de vida de los que habitan éste conforman todo su ornamento. Aquél era admirable por la variedad de sus colores, éste es venerable por las muchas virtudes y acciones santas que se practican en él. También la santidad es el verdadero ornamento de la casa de Dios, que no se complace tanto de pulidos mármoles como de las buenas costumbres y prefiera las almas puras mucho más que las paredes doradas. Toda la fachada de este templo está adornada de armas, no de piedras preciosas. 

        En lo relativo a las coronas de oro con las que estaban cubiertas los muros del antiguo, lo de éste están cargados de escudos que cuelgan de todas partes. Y la casa está provista de buenos arneses, de protecciones para caballos, de frenos y de lanzas, en lugar de los candelabros, incensarios y copas litúrgicas. Todas estas cosas hacen ver claramente que nuestros caballeros están animados del mismo celo por la casa de Dios que manifestó en otro tiempo el gran Capitán de los ejércitos cuando, encolerizado y con la mano armada de hierro, sino de un azote hecho de cuerdas, entró en el templo y echó del a los vendedores de palomas, juzgando que era una cosa enteramente indigna el profanar la casa de la oración con esta clase de negocios y tráficos temporales. Así, nuestros piadosos caballeros, animados por este ejemplo de su Rey y viendo que los lugares santos eran manchados por los infieles de una manera más indigna e intolerable que por los antiguos mercaderes del templo, vinieron a establecerse en la casa de la santidad con sus caballos y armas. Y, después de haber expulsado de esta morada y de los demás santos lugares toda la inmunda y tiránica prepotencia de los infieles, desempeñan día y noche en este mismo lugar ocupaciones útiles y honestas. Honran con una santa emulación el templo de Dios por los servicios que aquí hacen asiduamente y con sinceridad de corazón, sacrificando todos los días con una devoción constante no la carne de las bestias, a la manera de los antiguos judíos, sino las víctimas verdaderamente pacíficas de una caridad fraterna, de una devota obediencia, de una pobreza voluntaria.


Estas cosas que están sucediendo en Jerusalén animan al mundo entero. Las islas escuchan estas noticias, los pueblos más remotos las escuchan y hierven todos, desde oriente a occidente, como un torrente que inunda de gloria a las gentes, como un río que se desborda y que alegra la ciudad de Dios. Pero lo más agradable y lo más útil es que entre esa gran multitud de personas que vienen a este lugar veréis muy pocos que no sean malhechores, impíos, ladrones, sacrílegos, homicidas, perjuros o adulteros. De manera que, así como su viaje produce un doble bien, igualmente resulta de él una doble alegría, pues se regocijan por su partida los del país de donde salen y por su llegada estos a los que vienen a socorrer. Así, son de utilidad a los unos y a los otros; a éstos, presentándose para defenderlos, y a aquellos, cesando en su opresión. 

        Por una parte, Egipto se llena de alegría por su partida; por otra, Sión y las hijas de Judá se llenan de gozo por la protección que reciben en su llegada. Egipto presume de estar libre de sus manos y Sion se ve más segura por la fuerza de su brazo. Aquél pierde con agrado a los que le robaban con crueldad y esta recibe alegre a los que vienen a defenderla con fidelidad, siendo la misma causa de la desolación saludable de Egipto y del dulce consuelo de Jerusalén. Así sabe Cristo vengarse perfectamente de sus enemigos; así suele triunfar no sólo de ellos mismos, sino por ellos mismos, tanto más gloriosamente cuanto lo hace más poderosamente. En lo cual no se encuentra menos placer que provecho, pues comienza a tener por protectores a los mismos que por tanto tiempo le habían sido opuestos y hace un fiel soldado de su propio enemigo, como en otro tiempo hizo de un Saulo perseguidor un Pablo predicador. Por eso no me asombro de que, según la expresión del Salvador, la corte celestial manifieste más alegría por la conversión de un pecador que hace penitencia que por la perseverancia de muchos justos que no tienen necesidad de ella. Porque la conversión de un pecador y de un impío es para muchos más ventajosa que nociva la mala vida que llevaban antes. 



         Salve, pues, ciudad santa que el Hijo del Altísimo santificó para morada suya con el fin de obrar en ti la salvación de todas las naciones de la tierra. Salve, ciudad del gran Rey, en la que se manifestaron al mundo tan nuevos y tan agradables prodigios en todos los tiempos desde su principio. Salve, soberana de las naciones, princesa de las provincias, posesión de los patriarcas, madre de los profetas y los apóstoles, origen de la fe, gloria y honor de todo el pueblo cristiano. Dios permitió que fueras fácilmente combatida a fin de que tu misma fueras para nuestros valientes guerreros ocasión de salvación, como también de esfuerzo y valor. Salve, tierra de promisión que, habiendo en otro tiempo manado leche y miel en beneficio de tus primeros habitantes, presentas ahora a todos los pueblos del universo los alimentos de la vida, los remedios de la salvación. Tierra, vuelvo a decir, buena y excelentísima que, recibiendo en tu seno fecundo el grano celestial del arca del corazón paterno, produjiste de esta divina simiente un número crecido de santos mártires; que, como un terrón más fértil que todas las tierras, aún produjiste el treinta, sesenta y hasta el ciento por uno en todos los estados de la vida cristiana. 

       Por tanto, plenamente saciados y abundantemente nutridos de la riqueza de tu dulzura, todos los que te vieron proclaman por todo el mundo el recuerdo de tus abundantes fragancias que van a hablar, por los confines de la tierra, a cuantos no te han visto, y pregonar la magnificencia de tu gloria y de las maravillas que se hacen en tí. ¡Qué pregón tan hermoso para ti, ciudad de Dios!. Pero ahora digamos nosotros también alguna cosa de estas grandes delicias de que gozas en honor y gloria de tu nombre. 



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