KÁBALA Y CIENCIA DE LOS NÚMEROS
René Guenón
Hemos
insistido a menudo sobre el hecho de que las “ciencias sagradas” que pertenecen
a una forma tradicional dada forman realmente parte integrante de ella, por lo
menos a título de elementos secundarios y subordinados, lejos de no representar
más que una especie de añadiduras adventicias que se habrían vinculado a ella
más o menos marginalmente. Es indispensable comprender bien este punto y no
perderlo nunca de vista si se quiere penetrar, por poco que sea, el verdadero
espíritu de una tradición; llamar la atención sobre ello es tanto más necesario
cuanto que bastante frecuentemente en nuestros días, en quienes pretenden
estudiar las doctrinas tradicionales, se observa una tendencia a no tener en
cuenta las ciencias de que se trata, ya sea a causa de las dificultades
especiales para su asimilación, o porque, además de la imposibilidad de
hacerlas entrar en el marco de las clasificaciones modernas, su presencia es
particularmente molesta para todo aquel que se esfuerza por reducirlo todo a un
punto de vista exotérico y por interpretar las doctrinas en términos de
“filosofía” o de “misticismo”. Sin querer extendernos otra vez sobre lo vano de
tales estudios “desde el exterior” y con intenciones completamente profanas,
diremos, sin embargo, una vez más —pues vemos lo oportuno de ello cada día, por
decirlo así— que las concepciones deformadas a las que inevitable conducen, son
ciertamente peores que la simple y pura ignorancia.
A
veces incluso sucede que ciertas ciencias tradicionales desempeñan un papel más
importante que el que acabamos de indicar, y que, además del valor propio que
poseen de por sí en el orden contingente, son tomadas como medios simbólicos de
expresión para la parte superior y esencial de la doctrina, tanto es así que
ésta se vuelve totalmente ininteligible si se pretende separarla de ellas. Es
lo que se produce particularmente, en lo que concierne a la Kábala hebrea, con
la “ciencia de los números”, que además, en ella, se identifica en gran parte
con la “ciencia de las letras”, como ocurre en el esoterismo islámico, y ello
en virtud de la constitución misma de las lenguas hebraica y árabe, que, como
hacíamos observar últimamente, tan cercanas están una de otra en todos los
aspectos.
El
papel preponderante de la ciencia de los números en la Kábala, constituye un hecho
tan evidente que no podría pasar inadvertido ni al observador más superficial,
y que los “críticos” más plenos de prejuicios no pueden negar ni disimular. Sin
embargo, estos últimos no dejan de dar de este hecho, como mínimo,
interpretaciones erróneas a fin de hacerlo entrar mal que bien en el marco de
sus ideas preconcebidas; aquí nos proponemos, sobre todo, disipar esas
confusiones más o menos queridas, y debidas en parte a los abusos del demasiado
famoso “método histórico”, que a toda costa quiere ver “préstamos” en cualquier
parte donde advierta ciertas semejanzas. Sabido es que, en los medios
universitarios, está de moda el vincular la Kábala con el neoplatonismo, de tal
modo que se disminuyen a la vez su antigüedad y su alcance; ¿acaso no se admite
como principio indiscutible, que nada puede venir más que de los griegos? En
esto, por desgracia, se olvida que el propio neoplatonismo contiene muchos elementos
que nada tienen de específicamente griego, y que, en el ambiente alejandrino,
el Judaísmo en particular tenía una importancia que distaba mucho de ser
desdeñable, tanto es así que, si realmente un lado tomó algo del otro, bien
pudiera ser que hubiese sido en sentido inverso del que se afirma. Esta
hipótesis sería mucho más probable incluso, primero porque la adopción de una
doctrina extranjera no es demasiado conciliable con el “particularismo” que
siempre fue uno de los rasgos dominantes del espíritu judaico y, luego, porque,
se piense lo que se piense del neoplatonismo, éste no representa en todo caso
sino una doctrina relativamente exotérica (aun si se basa en elementos de orden
esotérico, no es sino una “exteriorización” de éstos), y que, como tal, no pudo
ejercer una influencia real sobre una tradición esencialmente iniciática, e
incluso muy “cerrada”, como es y siempre fue la Kábala. Por lo demás, no vemos
que haya semejanzas particularmente sorprendentes entre Kábala y neoplatonismo
ni que, en la forma en que este último se expresa, desempeñen los números ese
papel que tan característico es de la Kábala; la lengua griega, por lo demás,
no hubiera dado demasiado pie para ello, mientras que, repetimos, hay en ello
algo inherente a la propia lengua hebrea y que, por consiguiente, ha de haber
estado ligado desde el origen a la forma tradicional que se expresa por medio
de ella.
Naturalmente,
no es que se pueda discutir que haya entre los griegos una ciencia tradicional
de los números; como se sabe, incluso fue la base del Pitagorismo, que no era
una simple filosofía, sino que también tenía un carácter propiamente
iniciático, y de ahí sacó Platón, no sólo la parte cosmológica de su doctrina,
como la expone en el Timeo, sino incluso su “teoría de las ideas”, que en el
fondo no es sino una transposición, según una terminología diferente, de las
concepciones pitagóricas sobre los números considerados como principios de las
cosas. Así pues, si realmente se quisiera encontrar entre los griegos un
término de comparación con la Kábala, habría que remontarse al Pitagorismo;
pero precisamente ahí es donde aparece más claramente toda la inanidad de la
tesis de los “préstamos”: nos encontramos verdaderamente en presencia de dos
doctrinas iniciáticas que de manera parecida dan una importancia capital a la
ciencia de los números; pero ésta se encuentra presentada en formas
radicalmente diferentes por una y otra parte.
Aquí,
no serán inútiles algunas consideraciones orden más general: es perfectamente
normal que una misma ciencia se encuentre en tradiciones diversas, pues en
ningún ámbito puede la verdad ser monopolio de una sola forma tradicional con
exclusión de las demás; este hecho pues, no puede ser causa de asombro,
exceptuando, sin duda, a los “críticos”, que no creen en la verdad; e incluso
lo contrario es lo que, no sólo sería asombroso, sino difícilmente concebible.
Nada hay, en ello, que implique una comunicación más o menos directa entre dos
tradiciones diferentes, aun en el caso que una fuese indiscutiblemente más
antigua que la otra: ¿acaso no se puede reconocer determinada verdad y
expresarla independientemente de los que ya la han expresado anteriormente, y,
además, no es esta independencia tanto más probable cuanto que esa misma
verdad, de hecho, se expresará de otra forma? Por lo demás, es bien necesario
advertir que esto no va en modo alguno contra el origen común de todas las
tradiciones; pero la transmisión de los principios, a partir de un origen
común, no trae consigo necesariamente, de manera explícita, la de todos los
desarrollos implicados y todas las aplicaciones a que pueden dar lugar; todo lo
que es asunto de “adaptación”, en una palabra, puede considerarse que pertenece
en propiedad a tal o cual forma tradicional particular, y, si se encuentra su
equivalente en otras partes, es porque de los mismos principios debían sacarse
naturalmente las mismas consecuencias, sea cual sea, por otra parte, la forma
especial con que se las habrá expresado aquí o allá (a reserva, naturalmente,
de ciertos modos simbólicos de expresión que, al ser los mismos en todas
partes, se ha de considerar que se remontan a la Tradición primordial). Además,
las diferencias de forma serán, en general, tanto más grandes cuanto más nos
alejemos de los principios para descender a un orden más contingente; y eso
constituye una de las principales dificultades en la comprensión de ciertas
ciencias tradicionales.
Estas
consideraciones, como se comprenderá sin dificultad, quitan casi todo el interés
en lo que concierne al origen de las tradiciones o la procedencia de los elementos
que estas encierran, desde el punto de vista “histórico”, como se entiende en
el mundo profano, puesto que hacen perfectamente inútil la suposición de una
filiación directa cualquiera; y, allí mismo donde se observa una semejanza,
puede explicarse mucho menos por “préstamos”, a menudo inverosímiles, que por
“afinidades” debidas a un conjunto de condiciones comunes o semejanzas (raza,
tipo de lengua, modo de existencia, etcétera) en los pueblos a los cuales se
dirigen respectivamente esas formas . En cuanto a los casos de filiación real,
no han de excluirse totalmente, porque es evidente que no todas las formas
tradicionales proceden directamente de la Tradición primordial, sino que,
algunas veces, otras formas han tenido que desempeñar el papel de intermediarias;
pero, las más de las veces, estas últimas son de las que han desaparecido
totalmente y, por lo general, esas transmisiones se remontan a épocas demasiado
lejanas para que la historia corriente, cuyo campo de investigación es en suma
harto limitado, pueda tener el menor conocimiento de ellas, sin contar con que
los medios por los que se ha efectuado no son de los que puedan ser accesibles
a sus métodos de investigación.
Todo
esto no nos aleja de nuestro asunto más que en apariencia y, volviendo a las relaciones
de la Kábala con el Pitagorismo, podemos plantearnos ahora esta cuestión: si
aquélla no puede derivarse directamente de éste, aun suponiendo que no le sea
realmente anterior, y aunque sólo fuese a causa de una diferencia de forma
demasiado grande, sobre la que hemos de volver enseguida de manera más precisa,
¿no se podría considerar al menos un origen común a ambos, que, en opinión de
algunos, sería la tradición de los antiguos egipcios (lo cual, ni que decir
tiene, nos transportaría esta vez muy lejos del período alejandrino)? Es esta,
digámoslo de inmediato, una teoría de la que mucho se ha abusado; y, en lo que
concierne al Judaísmo, nos es imposible, pese a ciertas aserciones fantásticas,
descubrir en él la menor relación con todo lo que de la tradición egipcia puede
conocerse (nos referimos a la forma, que es lo único que hay que considerar en
esto, puesto que, por lo demás, el fondo es idéntico necesariamente en todas
las tradiciones); sin duda habría lazos más reales con la tradición caldea, ya
sea por derivación o por simple afinidad, y en la medida en que es posible
captar algo de estas tradiciones extinguidas desde hace tantos siglos.
En
cuanto al Pitagorismo, quizá la cuestión es más compleja; y los viajes de
Pitágoras, bien haya que tomarlos literalmente, o bien simbólicamente, no
implican necesariamente préstamos de las doctrinas de tal o cual pueblo (al
menos en cuanto a lo esencial, e independientemente de ciertos puntos de
detalle), sino más bien el establecimiento o fortalecimiento de ciertos lazos
con iniciaciones más o menos equivalentes. Bien parece, en efecto, que el
Pitagorismo fue sobre todo la continuación de algo que preexistía en la propia
Grecia, y que no hay motivos para ir a buscar su fuente principal a otra parte:
nos referimos a los Misterios y, más particularmente, al Orfismo, del cual,
probablemente, no fue sino una “readaptación”, en aquella época siglo VI antes
de la era cristiana que, por un extraño sincronismo, vio producirse cambios de
forma a la vez en tradiciones de casi todos los pueblos. Suele decirse que
propios Misterios griegos eran de origen egipcio, pero afirmación tan general
es demasiado “simplista”, y, si puede ser verdad en ciertos casos, como el de
los Misterios de Eleusis (en los cuales, llegado el caso, parece pensarse
especialmente, otros hay en los que no sería sostenible en modo alguno. Ahora bien, ya se trate del propio Pitagorismo
o del Orfismo anterior, no es en Eleusis donde hay que buscar el “punto de
contacto”, sino en Delfos, y el Apolo délfico no es en absoluto egipcio, sino
hiperbóreo, origen que, de todas formas, es imposible de considerar para la tradición
hebrea; esto, además, nos lleva directamente al punto más importante en lo que
concierne a la ciencia de los números y las formas diferentes que ésta ha
tomado.
En
el Pitagorismo, esta ciencia de los números aparece estrechamente ligada a la
de las formas geométricas; y lo mismo sucede, además, en Platón, quien, a este
respecto, es puramente pitagórico. Pudiera verse, en ello, la expresión de un
rasgo característico de la mentalidad helénica, aplicada sobre todo a la
consideración de las formas visuales; y sabido es que, en efecto, de las ciencias
matemáticas, la geometría es la que más particularmente desarrollaron los
Griegos . Sin embargo, hay algo más, al menos en lo que concierne a la
“geometría sagrada”, que es de lo que aquí se trata: el Dios “geómetra” de
Pitágoras y Platón, entendido en su significación más precisa y, digamos,
“técnica”, no es otro que Apolo. No podemos, a este respecto, entrar en
desarrollos que nos llevarían demasiado lejos, y volveremos sobre este asunto
en otra ocasión; ahora bien, hay que hacer notar que este hecho se opone
claramente a la hipótesis de un origen común del Pitagorismo y de la Kábala, y
ello en el punto mismo en que sobre todo se ha tratado de relacionarlos, y que,
a decir verdad, es el que ha podido dar idea de tal relación, esto es, la
semejanza aparente de las dos doctrinas en cuanto al papel que la ciencia de
los números desempeña en ellos.
En
la Kábala, esta misma ciencia de los números no se presenta en modo alguno como
vinculada de la misma forma con el simbolismo geométrico; y es fácil comprender
que sea así, pues este simbolismo no podía convenirles a unos pueblos nómadas
como, en principio, lo fueron esencialmente Hebreos y Arabes. Por el
contrario, encontramos allí algo que no tiene su equivalente en los griegos: la
estrecha unión, incluso podría decirse la identificación, en muchos aspectos,
de la ciencia de los números con la de las letras, a causa de las
correspondencias numéricas de ellas; es eso lo eminentemente característico de
la Kábala , y que no se encuentra en ninguna otra parte, al menos en ese
aspecto y con ese desarrollo, si no es, como hemos dicho ya, en el esoterismo
islámico, es decir, en suma, en la tradición árabe.
Pudiera
parecer asombroso, a primera vista, que las consideraciones de este orden
permaneciesen ajenas a los Griegos, puesto que también entre ellos tienen las
letras un valor numérico (que, por lo demás, es el mismo que en el alfabeto
hebreo y árabe para las que tienen equivalente), y que incluso nunca tuvieron
otros signos de numeración. La explicación de este hecho, sin embargo, es
bastante sencilla: y es que la escritura griega, en realidad, no representa más
que una importación extranjera (ya sea “fenicia” como suele decirse, o bien
“cadmea” es decir, “oriental” sin especificación más precisa, y de ello dan fe
los propios nombres de las letras), y que, en su simbolismo numérico o de otro
tipo, nunca formó cuerpo, si cabe expresarse así, con la lengua misma. Por el
contrario, en lenguas como el hebreo y el árabe, el significado de las palabras
es inseparable del simbolismo literal, y sería imposible dar de ellas una interpretación
completa en cuanto a su sentido más profundo, el que verdaderamente importa
desde el punto de vista tradicional e iniciático (pues no hay que olvidar que
se trata aquí esencialmente de “lenguas sagradas”), sin tener en cuenta el
valor numérico de las letras que las componen; las relaciones que existen entre
palabras numéricamente equivalentes y a las que a veces dan lugar son, a este
respecto, un ejemplo particularmente claro . Hay, pues, en ello algo que, como
decíamos al comienzo, se debe esencialmente a la constitución misma de estas
lenguas, que está vinculada a ellas de una forma propiamente “orgánica”, en vez
haber venido a añadírsele desde el exterior y tiempo después, como en el caso
de la lengua griega; y como ese elemento se encuentra a la vez en el hebreo y
en el árabe, puede considerarse legítimamente que proceden de la fuente común
de esas dos lenguas y de las dos tradiciones que éstas expresan, es decir, lo
que se puede llamar la tradición “abrahámica”.
Ahora,
pues, podemos sacar de estas consideraciones las conclusiones que se imponen: y
es que, si consideramos la ciencia de los números en los Griegos y los Hebreos,
la vemos con dos formas diferentes, y fundada, por una parte, en un simbolismo
geométrico, y, por otra, en un simbolismo literal. Como consecuencia, no puede
tratarse de “préstamos”, ni por un lado ni por el otro, sino sólo de equivalencias
como se las encuentra necesariamente entre todas las formas tradicionales; por
lo demás, soslayamos totalmente toda cuestión de “prioridad”, sin verdadero
interés en estas condiciones, y quizá insoluble, pudiéndose encontrar el punto
de partida real mucho más de las épocas para las que es posible establecer una
cronología aunque sea poco rigurosa. Además, la propia tesis de un origen común
inmediato ha de descartarse igualmente, pues vemos cómo la tradición de la que
esta ciencia forma parte integrante se remonta, por un lado a una fuente
“apolínea”, esto es, directamente hiperbórea y, por otro, a una fuente
“abrahámica”, que probablemente se vincula sobre todo (como lo sugieren,
además, los nombres mismos de “hebreos” y “árabes”) a la corriente tradicional
venida de la “isla perdida de Occidente”.
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