LOS PAPIROS Y EL CARÁCTER DE LA LENGUA DEL
NUEVO TESTAMENTO
Antonio Piñero
El
Nuevo Testamento, tal como hoy lo tenemos en el canon de Escrituras Sagradas,
ha sido compuesto totalmente en griego. Es cierto que gran parte de la
tradición primitiva sobre Jesús pudo transmitirse en arameo, pero es
sumamente probable que fuera traducida inmediatamente al griego por dos
razones: en primer lugar porque muchos judíos de la Diáspora, radicados en
Jerusalén e interesados curiosamente en ese nuevo grupo judío que afirmaba
que el mesías ya había venido, hablaba casi exclusivamente griego, y en
segundo, porque -según los Hechos de los Apóstoles- el afán misionero se
extendió muy deprisa por la comunidad cristiana naciente y ello implicaba
predicar en griego.
La
tradición, por medio de Papías, obispo de Hierápolis hacia el 150, (en un
fragmento de su obra Explicaciones de los dichos del Señor, de la que Eusebio
de Cesarea nos ha conservado ciertos fragmentos), nos dice que Mateo compuso su
evangelio en arameo y que cada uno lo traducía a la lengua común, la
helénica, como podía. Sin embargo, o bien esta primitiva versión se perdió
en absoluto, o bien la obra que hoy conocemos como primer evangelio llamamos de
Mateo no es una traducción de este presunto original arameo. ¿Por qué? Por la
contundente razón de que escrito que lleva el nombre de Mateo ha sido
compuesto originalmente en griego, ya que utiliza entre otras fuentes el
evangelio de Marcos, anterior a él y redactado en griego, y la llamada fuente
"Q", también compuesta o traducida al griego muy tempranamente. El
resto de los escritos del Nuevo Testamento - salvo quizás ciertas partes del
Apocalipsis que parecen tener un original hebreo o arameo- ha sido escrito
también en griego.
Pero
cualquiera que conociendo medianamente bien esta lengua efectúe una
comparación entre este tipo de griego neotestamentario, lleno de giros de
sabor semitizante cuando no de frases que parecen traducidas mecánicamente del
hebreo del Antiguo Testamento, y el de los escritores de la Grecia clásica
percibe enormes diferencias. Ya desde muy antiguo los comentaristas del Nuevo
Testamento al tratar esta cuestión se habían dividido en dos bandos. Uno,
llamado el de los "puristas", sostenía que las peculiaridades
semíticas de este tipo de griego eran muy escasas y que podía bien mantenerse
la tesis de que su calidad era más o menos la misma que la de la lengua del
resto de los escritores de la Hélade. Otro bando, el de los
"semitizantes", mantenía que el tipo de lengua común en la versión
griega del Antiguo Testamento y también el de muchos pasajes evangélicos, era
algo especial. O bien una traducción muy literal el hebreo o arameo, o bien
una especie de dialecto judeo - griego hablado por judíos cuya lengua materna
era el arameo, que conocían bien el Antiguo Testamento hebreo y que se
expresaban mal en la lengua común del Imperio romano oriental. Incluso a
finales del s. XIX se llegó a publicar en Gotha, Alemania, un léxico del NT,
en cuyo prólogo H. Cremer, su autor, llegaba nada menos a sostener que la
lengua del corpus cristiano, vehículo de tan maravillosas revelaciones de lo
Alto, era un lenguaje especialmente formada por el Espíritu Santo para este
fin. Con ello -se pensaba- quedaba consagrado el carácter especial y sagrado
de este tipo de lengua que rompía los moldes de la historia. Con otras
palabras: al carácter numinoso de la revelación correspondía una lengua divina
igualmente sacra.
Puede
decirse que hasta la publicación masiva de los papiros literarios egipcios en
lengua griega a mediados del s. XIX esta cuestión estaba en un punto muerto.
Fue un profesor de Nuevo Testamento de Marburgo, A. Deissmann el que se
encaminó por la línea correcta de una certera caracterización del griego
bíblico al estudiar la lengua de los papiros y compararla con la del Nuevo
Testamento. En su biblioteca se habían ido acumulando ya las primeras
colecciones de estos papiros que las secas arenas de Egipto iban prodigando
lentamente, y era ya posible estudiarlos cómodamente. Fue grande la sorpresa
de Deissmann al observar que bastantes vocablos considerados hasta el momento
como "voces solum biblicae" se hallaban en los papiros
corrientemente. Incluso aparecía episcopos, o agape, en textos religiosos con
un sentido muy parecido al que luego tendría en escritos cristianos, algo
impensable, pues se opinaba que este sentido era peculiar de la lengua
neotestamentaria. Se lanzó entonces el profesor de Marburgo a una minuciosa
comparación entre los dos corpora lingüísticos, el Nuevo Testamento y los
papiros, y de esta investigación nació un libro famoso, Licht vom Osten,
publicado en 1895. Deissmann se centraba sólo en cuestiones de vocabulario,
pero la semejanza entre el léxico de los papiros y el del Nuevo Testamento era
tan sorprendente que de un golpe quedaba reducido a la mínima expresión el
famoso elenco de voces solum biblicae que sustentaba la para muchos agradable teoría
del griego neotestamentario como lengua del Espíritu Santo.
Desde los trabajos de Deissman quedaba en una meridiana claridad que la lengua de los cristianos no era otra que la koiné o lengua común griega que se hablaba entre los estratos intermedios de la población, de una cultura intermedia también, es decir, no absolutamente iletrados. Pero precisamente por esta condición, esta capa de población de cultura media no había dejado prácticamente ninguna producción literaria que hubiera llegado hasta nosotros. Precisamente los papiros egipcios, con su gran cantidad de cartas personales, contratos privados y otros documentos redactados por gentes de ese tipo de cultura media, que habían frecuentado la escuela imperial, pero no más, formaban el eslabón que nos faltaba para situar correctamente la lengua del Nuevo Testamento dentro de la historia de la lengua griega: los primeros misioneros cristianos se habían expresado, incluso al transmitir en griego las palabras de Jesús, en la lengua común del Imperio romano oriental. Por consiguiente: no hay lengua especial del Espíritu Santo, moldeada como vehículo de la revelación. Se trata de la lengua absolutamente común, la koiné, hablada por todos y escrita por todos los que habían sido escolarizados, pero no tenían una formación literaria especial. En algunos casos, como por ejemplo ciertos pasajes de la obra de Lucas en los Hechos de los Apóstoles, se trataba de prosa técnica o científica (historiográfica, en este caso) igualmente comparable al de otros escritores técnicos de la época.
Desde los trabajos de Deissman quedaba en una meridiana claridad que la lengua de los cristianos no era otra que la koiné o lengua común griega que se hablaba entre los estratos intermedios de la población, de una cultura intermedia también, es decir, no absolutamente iletrados. Pero precisamente por esta condición, esta capa de población de cultura media no había dejado prácticamente ninguna producción literaria que hubiera llegado hasta nosotros. Precisamente los papiros egipcios, con su gran cantidad de cartas personales, contratos privados y otros documentos redactados por gentes de ese tipo de cultura media, que habían frecuentado la escuela imperial, pero no más, formaban el eslabón que nos faltaba para situar correctamente la lengua del Nuevo Testamento dentro de la historia de la lengua griega: los primeros misioneros cristianos se habían expresado, incluso al transmitir en griego las palabras de Jesús, en la lengua común del Imperio romano oriental. Por consiguiente: no hay lengua especial del Espíritu Santo, moldeada como vehículo de la revelación. Se trata de la lengua absolutamente común, la koiné, hablada por todos y escrita por todos los que habían sido escolarizados, pero no tenían una formación literaria especial. En algunos casos, como por ejemplo ciertos pasajes de la obra de Lucas en los Hechos de los Apóstoles, se trataba de prosa técnica o científica (historiográfica, en este caso) igualmente comparable al de otros escritores técnicos de la época.
La
intuición sensacional de Deissmann al comparar el Nuevo Testamento con los
papiros desdramatiza, pues, el vehículo lingüístico de la Revelación. De
ningún modo se había ocupado Dios en crear una lengua especial, sino que
dejó a sus siervos que utilizaran el lenguaje imperante en el momento. Los
trabajos de Deismmann, completados con otras dos obras Bibelstudien y Neue
Bibelstudien, de finales del siglo pasado y comienzos del nuestro, fueron rápidamente
seguidos por otros dos no menos importantes. A. Thumb, profesor de lengua
griega en Estrasburgo, y muy conocido por sus estudios de dialectología
helénica, se encargó de la misma labor que Deissmann en el campo de la
sintaxis, y J. H. Moulton, en su primer volumen, introductorio, publicado hacia
1910, de la mejor gramática que tenemos de la lengua del NT, ofrecía un vasto
elenco de las semejanzas entre la lengua de los papiros y la del Nuevo
Testamento en todos los terrenos, especialmente el de la morfología. Moulton
reducía los semitismos de la lengua neotestamentaria al mínimo. La obra
conjunta de Deissmann, Thumb y Moulton es ya prácticamente definitiva. Hoy
puede haber quien insista más o menos en el carácter semitizante de algunas parcelas
de esta koiné, sobre todo en los llamados "dichos del Señor", pero
nadie discute ya el hallazgo fundamental: no hay lengua del Espíritu Santo.
El estudio de los papiros egipcios ha demolido esta presunción.
El estudio de los papiros egipcios ha demolido esta presunción.
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