Unos monjes cristianos - Juan García Atienza

UNOS MONJES CRISTIANOS

Juan García Atienza

Todas las sociedades que han practicado la búsqueda del saber, en cualquier época y en cualquier país, se han comportado del mismo modo. Por un lado han mostrado un rostro acorde con el poder establecido y han seguido más o menos las normas de conducta vigentes allí donde estaban asentadas: ha sido un lado exotérico. Por otro, han creado en torno suyo una barrera infranqueable, tan imposible de trasponer que, muy a menudo, ha sido incluso ignorada por los que convivían con ellos.  Es algo así -y no pienso únicamente en un paralelismo alegórico sin trasfondo- como sucede en los conventos. El visitante puede contemplar la iglesia, el claustro, la biblioteca, algún salón, pero siempre se tropezará con puertas por todas partes en las que se lee: clausura. De allí, ya se sabe, no se puede pasar. Lo que se piense, se viva y se fragüe más allá sólo atañe a la comunidad. El curioso únicamente puede hacer conjeturas, y ésas pueden ir del racionalismo más exacerbado a la más alucinante fantasía. De eso se aprovechan -y se han aprovechado siempre- las sociedades llamadas secretas: del misterio creado en torno suyo, que ha servido para envolverlas en leyendas. El misterio ha engendrado temor y el temor se ha traducido en respeto y en sumisión, al margen de la eventual simpatía que su quehacer haya despertado. La orden militar templada nació -exotéricamente- con toda la garantía de acatamiento a la Iglesia y a los principios del cristianismo; en apariencia incluso con una pátina de fe y de pobreza más firme que en muchas otras órdenes monásticas conocidas, reconocidas y veneradas (1).


Hasta el momento mismo de su disolución, en que se les acusó de todos los pecados habidos y por haber, fueron un modelo de cristiandad, reconocido tanto por monarcas como por obispos y clérigos. El mismo Jaime II de Aragón, cuando ya el Maestre Jacques de Molay y sus compañeros habían sido encarcelados, escribía a Sancho IV en Castilla el 20 de noviembre de 1307: «De el escándalo que es en França contra los freires del Temple, nos fazemos mucho maravellados, porque siempre ovemos mui buena fama de los Templeros de nuestra tierra, y han uiuido unestamente e en buena fama» (2).   

La orden había sido oficialmente reconocida por la Iglesia en 1128. Al concilio de Troyes, convocado el 14 de enero de aquel año, asistieron los arzobispos de Sens y de Reims, diez obispos, siete abades y dos teólogos, los maestros Foucher y Aubery de Reims. El cardenal legado del papa, Mateo de Albano, contó con la presencia de Bernardo de Clairvaux, gloria del Císter y protector de los templarios desde el momento mismo de su fundación en Jerusalén. Fueron convocados, en calidad de testigos laicos, los condes de Champagne y de Nevers, y actuó de secretario un monje de la plena confianza del abad Bernardo, Juan Michaelensis (Jean Michel), que fue el encargado de redactar las reglas de la nueva orden. Todo se hizo con una absoluta garantía de ortodoxia; la misma que habría de regir los ciento setenta y nueve años de existencia del Temple.  

El mismo Bernardo de Clairvaux, que había sido el inspirador de la regla, escribiría personalmente para la orden de los caballeros de Cristo una Exortatio ad milit es Templii en la que se les aconsejaba cristianamente sobre su doble comportamiento, en tanto que soldados y miembros de una comunidad religiosa.

NOTAS

1. El ritual templario era más severo que la más severa de las reglas monásticas al uso. Se hacían enterrar sin sarcófago, con el rostro contra el suelo. Carecían totalmente de bienes particulares, y su hábito no tenía el menor detalle que proclamase lujo o comodidad. Incluso -en apariencia- comenzaron sin casa propia, hasta el punto de que el cronista Guillermo de Tiro apuntaba en su Historia de las cosas y las gestas de ultramar «Como carecían de iglesia ni de casa en que vivir, el rey [se refiere a Balduino II] les concedió la pertenencia temporal de un lugar que poseía, junto al Templo del Señor, en el lado del Norte». Los templarios guardaban tres cuaresmas, comulgaban tres veces por semana y otras tres tenían por costumbre y precepto de hacer limosnas. La divisa de la orden no podía contener más humildad: «Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomine tuo da gloriam» (Nada para nosotros, Señor, nada para nosotros, sino para dar gloria a tu nombre).   


2. Estas buenas palabras no impidieron que el 22 de julio de 1309 el mismo rey Jaime II ordenase trasladar prisioneros a todos los templarios a Tortosa, «ab bons grillons, ab b ones tancadur es qui's tanquen ab clau». Con estas palabras escribía al rey el que había cumplido sus órdenes, el veguer de la ciudad, Bernat Cespujades.

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