LA ENSEÑANZA MUDA
Oswald Wirth
La
ESCRITURA primitiva se basa en
signos que evocan ideas, como nuestras cifras, que se leen en cualquier idioma
conservando siempre el mismo significado. En Extremo Oriente, la ideografía
original se desarrolló por medio de la adaptación de una serie de caracteres
que se vinculan, cada uno por separado, a un elemento del pensamiento. Esto
hace posible que los asiáticos instruidos puedan comprenderse por escrito, a
pesar de que, cuando hablan idiomas diferentes, no pueden entenderse con
palabras.
Una
escritura como ésta no es práctica en la vida corriente, pero es innegable que
tiene muchas ventajas desde el punto de vista filosófico, pues obliga a pensar
haciendo abstracción de la palabra. Las palabras permiten hablar volublemente,
se pronuncian sin necesidad de que el espíritu se represente lo que expresan
los sonidos. Se ha dicho que la palabra le fue dada al hombre para que pudiera
disimular su pensamiento. Retengamos más bien el hecho de que el hombre habla
para evitar el pensamiento: hablamos mucho para no decir nada.
Estos
inconvenientes de la palabra no han pasado por alto a los pensadores serios, que
siempre se han negado a dejarse aturdir por el ruido de las palabras.
Persuadidos de que la meditación instruye al hombre en las cosas que más le
interesan, han fundado las Escuelas de Silencio. En ellas el discípulo no es
aleccionado; no recibe ninguna predicación: es puesto en presencia de sí mismo
y de los espectáculos puros. Es posible que las cosas, las imágenes y los
signos no le sugieran nada; espíritu perezoso, no se siente estimulado a
pensar. En ese caso, pierde su tiempo en la Escuela de la Sabiduría: no tiene
vocación, y es mejor que se instruya con pedagogos que le dirán qué debe
pensar.
Pero
supongamos que no es este el caso, y que al aspirante se le ocurren ideas ante
todo lo que ve. Esto será normal de parte de un espíritu activo, que tiende a
pensar por sí mismo. Esto nos lleva, pues, a la meditación, que debe ser
nutrida. ¿En qué debe meditar el aspirante? Por lo pronto, en los actos en los
cuales le harán participar sus maestros. Estos le harán cumplir ritos
significativos, extraños y desconcertantes, precisamente para incitarlo a la reflexión.
¿Por qué ― se preguntará ― se me hace desempeñar un papel enigmático con el
pretexto de iniciarme? ¿En qué se me inicia? En formalidades que ― lo sé ― son
simbólicas. Heme aquí frente a símbolos cuyo significado debo descubrir.
Si
tal iniciación se realiza con un buen hombre, que no descubre la vuelta, la
ceremonia es formal e inoperante desde el punto de vista iniciático. Nadie es
iniciado en virtud de una ceremonia, ni por la asimilación de determinadas
doctrinas ignoradas por el vulgo. Cada uno se inicia a sí mismo, trabajando
espiritualmente para descifrar el gran enigma que nos plantea la objetividad.
Los
que hablan nos comunican sus propias ideas, interesantes de conocer desde el
punto de vista profano, pero que más vale ignorar a fin de ponerse en
condiciones de buscar independientemente la verdad. Para descubrir a ésta,
tenemos que descender dentro de nosotros mismos, hasta el fondo del pozo simbólico
donde se oculta púdicamente, en su desnudez, la casta divinidad del pensador.
Pero
el recogimiento en sí mismo no es más que un ejercicio transitorio, no un fin.
Después de entrar en sí hay que salir, hay que elevarse por encima de las cosas
para volver a ellas, estar dispuesto a apreciarlas en lo que valen.
La
realidad vulgar de las apariencias es el manojo de imágenes que solicita la
perspicacia del iniciado. Para él todo es jeroglífico. La vida lo hace
intervenir como actor del espectáculo que ella misma proporciona. El actor se
interesa en la representación y quiere descifrar el sentido. Iniciarse en la
representación, para actuar mejor como artista que entiende las intenciones del
autor de la obra, ésa es la suprema regla de sabiduría para el que participa en
la divina comedia del mundo.
Pero
no todos los ritos son de iniciación: la atención del neófito se siente atraída
por símbolos, que son objetos materiales, tenidos por sagrados, o imágenes
veneradas, cuando no sencillos signos gráficos, figuras elementales de
geometría o dibujos sugestivos que se vinculan a ideas significativas para la
inteligencia del hombre.
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