LAS FLORES SIMBÓLICAS
René Guenón
El
uso de las flores en el simbolismo está, como nadie ignora, muy difundido y se
encuentra en la mayoría de las tradiciones; es también muy complejo, y nuestra
intención no puede ser aquí sino la de indicar algunas de sus significaciones
más generales. Es evidente, en efecto, que, según se tome como símbolo tal o
cual flor, el sentido ha de variar, por lo menos en sus modalidades
secundarias, y también que, como ocurre en el, simbolismo generalmente, cada
flor puede tener en sí pluralidad de significaciones, por lo demás vinculadas
mutuamente por ciertas correspondencias.
Uno
de sus sentidos principales es el que se refiere al principio femenino o pasivo
de la manifestación, es decir a Prákrti, la sustancia universal; y a este
respecto la flor equivale a cierto número de otros símbolos, entre los cuales
uno de los más importantes es la copa. Como ésta, en efecto, la flor evoca por
su forma misma la idea de un “receptáculo” como lo es Prákrti para los influjos
emanados de Púrusha, y también se habla corrientemente del “cáliz” de una flor.
Por otra parte, el abrirse de la flor representa a la vez el desarrollo de la
manifestación misma, considerada como producción de Prákrti; este doble sentido
está particularmente neto en un caso como el del loto, que es en Oriente la
flor simbólica por excelencia y que tiene como carácter especial abrirse en la
superficie de las aguas, la cual, según hemos explicado en otro lugar,
representa siempre el dominio de determinado estado de manifestación, o el
plano de reflexión del “Rayo celeste” que expresa el influjo de Púrusha en acto
de ejercerse sobre ese dominio para realizar las posibilidades contenidas
potencialmente en él, envueltas en la indiferenciación primordial de
Prákrti [1].
En
el mito de Adonis (cuyo nombre, por otra parte, significa “el Señor”), cuando
el héroe es herido de muerte por el colmillo de un jabalí, que desempeña aquí
el mismo papel que la lanza [4], su sangre, derramándose en tierra, da
nacimiento a una flor; y sin duda es encontrarían con facilidad otros ejemplos
similares. Esto se encuentra igualmente en el simbolismo cristiano; así, L.
Charbonneau-Lausay ha señalado “un hierro para hostias, del siglo XII, donde se
ve la sangre de las llagas del Crucificado caer en pequeñas gotas que se
transforman en rosas, y el vitral del siglo XIII, de la catedral de Angers,
donde la sangre divina, manando en arroyuelos, se expande también en forma de
rosas” [5]. La rosa es en Occidente, junto con el lirio, uno de los equivalentes
más habituales de lo que es en Oriente el loto; aquí, parece por lo demás que
el simbolismo de la flor esté referido únicamente a la producción de la
manifestación [6] y que Prákrti se encuentre más bien representada por el suelo
mismo que la sangre vivifica; pero hay también casos en que parece ser de otro
modo. En el mismo artículo que acabamos de citar, Charbonneau-Lassay reproduce
un diseño bordado en un canon de altar de la abadía de Fontevrault, que data de
la primera mitad del siglo XVI y se conserva hoy en el museo de Nápoles, donde
se ve la rosa al pie de una lanza puesta verticalmente y a lo largo de la cual
llueven gotas de sangre. Esa rosa aparece allí asociada a la lanza exactamente
como la copa lo está en otros casos, y parece ciertamente recoger gotas de
sangre más bien que provenir de la transformación de una de ellas; por lo
demás, es evidente que las dos significaciones no se oponen en modo alguno sino
más bien se complementan, pues las gotas, al caer sobre la rosa, la vivifican y
la hacen abrirse; y va de suyo que este papel simbólico de la sangre tiene, en
todos los casos, su razón de ser en la relación directa de ella con el
principio vital, transpuesto aquí al orden cósmico. Esa lluvia de sangre
equivale también al “rocío celeste” que, según la doctrina cabalística, emana
del “Árbol de Vida”, otra figura del “Eje del Mundo”, y cuyo influjo
vivificante está principalmente vinculado con las ideas de regeneración y
resurrección, manifiestamente conexas con la idea de Redención cristiana; y el
rocío desempeña también importante papel en el simbolismo alquímico y
rosacruz [7].
Cuando
la flor se considera como representación del desarrollo de la manifestación,
hay también equivalencia entre ella y otros símbolos, entre los cuales ha de
destacarse muy especialmente el de la rueda, que se encuentra prácticamente en
todas partes, con número de rayos variables según las figuraciones, pero
siempre con un valor simbólico particular de por sí. Los tipos más habituales
son las ruedas de seis y de ocho rayos; la “ruedecilla” céltica, que se ha
perpetuado, a través de casi todo el Medioevo occidental, se presenta en una u
otra de estas formas; las mismas figuras, y sobre todo la segunda, se
encuentran con gran frecuencia en los países orientales, particularmente en
Caldea y Asiria, en la India y en Tíbet. Ahora bien; la rueda es siempre, ante
todo, un símbolo del Mundo; en el lenguaje simbólico de la tradición hindú, se
habla constantemente de la “rueda de las cosas” o de la “rueda de la vida”, lo
que corresponde netamente a dicha significación; y las alusiones a la “rueda
cósmica” no son menos frecuentes en la tradición extremo-oriental. Esto basta
para establecer el estrecho parentesco de tales figuras con las flores
simbólicas, cuyo abrirse es igualmente, además, una irradiación en torno del
centro, ya que ellas son también figuras “centradas”; y sabido es que en la
tradición hindú el Mundo se representa a veces en forma de un loto en cuyo
centro se eleva el Meru, la “montaña polar”. Hay, por otra parte,
correspondencias manifiestas, que refuerzan aún esa equivalencia, entre el
número de pétalos de algunas de esas flores y el de los rayos de la rueda: así,
el lirio tiene seis pétalos y el loto, en las representaciones de tipo más
común, ocho, de modo que corresponden respectivamente a las ruedas de seis y de
ocho rayos a que acabamos de referirnos [8]. En cuanto a la rosa, se la figura
con número de pétalos variable; haremos notar solamente a este respecto que, de
modo general, los números cinco y seis se refieren respectivamente al
“microcosmo” y al “macrocosmo”; además, en el simbolismo alquímico, la rosa de
cinco pétalos, situada en el centro de la cruz que representa el cuaternio de
los elementos, es también, como lo hemos señalado en otro estudio, el símbolo
de la “quintaesencia”, la cual, por lo demás, desempeña con respecto a la
manifestación corporal un papel análogo al de Prákrti [9]. Por último,
mencionaremos aún el parentesco de las flores de seis pétalos y de la rueda de
seis rayos con algunos otros símbolos no menos difundidos, tales como el del
“crisma”, sobre el cual nos proponernos volver en otra oportunidad [10]. Por
esta vez, nos bastará haber mostrado las dos similitudes más importantes de los
símbolos florales: con la copa en cuanto se refieren a Prákrti, y con la rueda
en cuanto se refieren a la manifestación cósmica; por otra parte, la relación
entre estas dos significaciones es en suma una relación de principio a
consecuencia, ya que Prákrti es la raíz misma de toda manifestación.
NOTAS
[1] Véase Le
Symbolisme de la Croix, cap. XXIV.
[2] Cf. Le
Roi du Monde, cap. V. Se podrían referir, entre los diferentes casos en que la
lanza se emplea como símbolo, curiosas similitudes hasta en puntos de detalle:
así, entre los griegos, la lanza de Aquiles se suponía curar las heridas
causadas por ella; la leyenda medieval atribuye la misma virtud a la lanza de
la Pasión.
[3] Se
podría también, en ciertos respectos, establecer aquí una vinculación con el
conocido simbolismo del pelícano.
[4] [Sobre
el simbolismo del jabalí y sobre su carácter “polar”, que lo pone precisamente
en relación también con el “Eje del Mundo”, véase cap. XI:, “El Jabalí y la
Osa”].
[5] Reg.,
enero de 1925. Señalemos también, como referida a un simbolismo conexo, la
figuración de las cinco llagas de Cristo por cinco rosas, situada una en el
centro de la cruz y las otras cuatro entre los brazos de ella, conjunto que
constituye igualmente uno de los principales símbolos de los: Rosacruces.
[6] Debe
quedar bien claro, para que esta interpretación no dé lugar a ninguna clase de
objeciones, que existe una relación muy estrecha entre “Creación” y
“Redención”, las cuales no son en suma sino dos aspectos de la operación del
Verbo divino.
[7] Cf. Le
Roi du Monde, cap. III. La similitud existente entre el nombre del rocío (ros)
y el de la rosa (rosa) no puede, por otra parte, dejar de ser notada por
quienes saben cuán frecuente es el empleo de cierto simbolismo fónico.
[8] Hemos
registrado, como ejemplo muy neto de tal equivalencia en el Medioevo, la rueda
de ocho rayos y una flor de ocho pétalos figuradas una frente a otra en una
misma piedra esculpida, encastrada en la fachada de la antigua iglesia de
Saint-Mexme de Chinon, que data muy probablemente de la época carolingia. La
rueda, además, se encuentra muy a menudo figurada en las iglesias románicas, y
la misma roseta gótica, cuyo nombre la asimila a los símbolos florales, parece
derivada de aquélla, de suerte que se vincularía así, por una filiación
ininterrumpida, con la antigua “ruedecilla” céltica.
[9] “La
Théorie hindoue des cinq éléments” [É. T., agosto-septiembre de 1935].
[10] L.
Charbonneau-Lassay ha señalado la asociación entre la rosa y el crisma (Reg.,
número de marzo de 1926) en una figura de ese tipo que ha reproducido según un
ladrillo merovingio; la rosa central tiene seis pétalos, orientados según las
ramas del crisma; además, éste se halla encerrado en un círculo, lo cual
muestra del modo más neto posible su identidad con la rueda de seis rayos.
[Sobre este punto de simbólica, véase también cap. VIII: “La idea del Centro en
las tradiciones antiguas”, L: “Los símbolos de la analogía”, y LXVII: “El
‘cuatro de cifra’”].
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