DE LA UNIÓN DEL VERBO A JESÚS
J. B. Willermoz
El
divino Reconciliador de los hombres, el Deseado de las naciones, el Mesías
prometido a la fe de Abraham padre de todos los creyentes, vaticinado por Jacob
a sus hijos cuando moría, y tan claramente anunciado por un gran número de
profetas que se sucedieron los unos a los otros durante una larga secuencia de
siglos como debiendo nacer de una virgen de la raza de Abraham y de la familia
del rey David, aparece finalmente sobre la Tierra al final del cuarto milenio
del mundo, en el tiempo determinado por la Sabiduría increada para la
realización de los grandes deseos de su divina Misericordia.
El
arcángel Gabriel es enviado por Dios a la Virgen María en la pequeña ciudad de
Nazaret, para anunciarle la gloriosa maternidad por la cual ella está destinada
a cooperar en la gran Obra de la Redención de los hombres. La aparición súbita
del ángel turba el alma de esta virgen tan pura; su pudor se alarma por la maternidad
que le es anunciada, declarando no conocer a ningún cuaternario que lo
distingue eminentemente de todas las criaturas, es decir: las tres sustancias
que acabamos de mencionar en el hombre temporal, más el Ser mismo de Dios que
se unió para la eternidad al ser inteligente e inmortal del hombre, para formar
un ser único y una única Persona con dos naturalezas.
Él,
que por esta unión tan gloriosa, podía nacer a su elección en la familia más
opulenta, en el seno de los poderosos, sobre el trono más brillante, prefirió nacer
en un establo, en una familia desconocida y pobre, con una profesión abyecta,
más expuesto a los menosprecios y a las humillaciones que acompañan generalmente
a la indigencia. Es bien evidente por todo esto, que desde su venida al mundo
quiso ser el modelo y la consolación de los pobres, que quiso al mismo tiempo
inspirar el menosprecio por las riquezas y hacer sentir a los que las poseían
los grandes peligros a los que se exponen todos los que no hicieran el uso
prescrito por su moral y por sus preceptos.
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