EL ALQUIMISTA ES UN "SEÑOR DEL FUEGO"
Mircea Eliade
El alquimista,
como el herrero, y antes que ellos el alfarero, es un «señor del fuego», pues
mediante el fuego es como se opera el paso de una sustancia a otra. El primer
alfarero que consiguió gracias a las brasas endurecer considerablemente las
«formas» que había dado a la arcilla debió sentir la embriaguez del demiurgo:
acababa de descubrir un agente de transmutación. Lo que el calor «natural» —el
del sol o el vientre de la Tierra— hacía madurar lentamente, lo hacía el fuego en un
tiempo insospechado.
El
entusiasmo demiúrguico surgía del oscuro presentimiento de que el
gran secreto consistía en aprender a hacer las cosas «más aprisa» que la
Naturaleza; es decir —pues siempre
debemos traducir a los términos de la experiencia espiritual del hombre
arcaico—, a intervenir sin riesgo en el proceso de la vida cósmica del
ambiente. El fuego se declaraba como un medio de hacer las cosas «más pronto»,
pero también servía para hacer algo distinto de lo que existía en la
Naturaleza, y era, por consiguiente, la manifestación de una fuerza
mágico-religiosa que podía modificar el mundo y, por tanto, no pertenecía a
éste. Esta es la razón por la cual ya las culturas más arcaicas imaginan al
especialista cielo sagrado —el chamán, el hombre-medicina, el mago— como a un
«señor del fuego».
La magia primitiva y el chamanismo implican el «dominio del
fuego», bien que el «hombre-medicina» pudiese tocar impunemente las brasas,
bien que pudiese producir en su propio cuerpo un «calor interior» que le
hiciese «ardiente», «abrasador», permitiéndole de este modo resistir un frío
extremo.
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