LO QUE SON EL ESPÍRITU Y EL ALMA
Paracelso
Hay dos especies de
naturaleza: la de Adán y la que no le pertenece. La primera es palpable,
objetivable, por estar formada de tierra. La segunda no es ni palpable ni
visible, porque es sutil, porque no está formada de tierra. La naturaleza de
Adán es compuesta; el hombre — que es de esta naturaleza— no puede pasar a
través de los muros si en ellos no existe una abertura. Para los seres de la
otra naturaleza los muros no existen, penetran a través de los obstáculos más
densos sin tener necesidad de deteriorarlos. Por último, existe una tercera
naturaleza que participa de las dos.
A la primera naturaleza
pertenece el hombre, que está formado de sangre, carne, huesos, que se
reproduce, bebe, evacua, habla; a la segunda pertenecen los espíritus, que no
pueden hacer nada de esto. A la tercera pertenecen los seres que son ligeros,
como los espíritus, y que engendran como el hombre, poseen su aspecto y su
régimen.
Esta última naturaleza
participa a la vez de la del hombre y de la del espíritu, sin llegar a constituir
ni una ni otra de dichas naturalezas. Efectivamente, los seres que pertenecen a
esta categoría no podrían ser clasificados entre los hombres, puesto que vuelan
de la misma forma que lo hacen los espíritus; no podrían tampoco clasificarse
entre los espíritus, puesto que evacuan, beben, tienen carne y huesos, de la
misma forma que los hombres. El hombre tiene un alma, el espíritu no la
necesita; las criaturas en cuestión no tienen alma y, por lo tanto, no son
semejantes a los espíritus; estos últimos no mueren nunca, pero aquellos sí
mueren. ¿Estas criaturas que mueren y tienen alma, son acaso animales? No son
animales, efectivamente, hablan y nada de cuanto hacen pueden realizarlo los
animales. En consecuencia, se parecen más a los hombres que a los animales.
Pero se asemejan a los hombres sin llegar a ser seres humanos, de forma
parecida a como un mono se parece por sus gestos y su industria, y el cerdo por
su anatomía, sin dejar por ello de ser un mono o un cerdo. Se puede decir
también que son superiores a los hombres por ser impalpables como los
espíritus; pero, conviene añadir que el Cristo, habiendo nacido y muerto para
rescatar a los seres dotados de alma y que descienden de Adán, no ha rescatado
a estas criaturas, que no poseen alma y no descienden de Adán.
Nadie puede asombrarse o
dudar de su existencia. Es preciso solamente sentir admiración por la inmensa
variedad que ha dado Dios a sus obras. Es verdad que no se ve todos los días a
estos seres, no siendo posible verlos más que muy raramente. Yo mismo no los he
visto si no era en una especie de ensueño. Pero no se puede sondar la profunda
sabiduría de Dios, ni apreciar sus tesoros, ni conocer todas sus maravillas.
Los que guardan estos tesoros y nos los descubren de cuando en cuando no
pertenecen a la naturaleza de Adán, esto lo volveré a decir en mi último
tratado.
Estas criaturas se
reproducen dando a luz seres que se les parecen y no se asemejan a nosotros.
Son seres prudentes, ricos, sabios, humildes, a veces maniáticos, como
nosotros. Son la imagen grosera del hombre, como éste es la imagen grosera de
Dios. Continúan siendo tal como fueron concebidos por Dios, que no quiere que
sus criaturas puedan elevarse a un rango superior o proseguir otro objetivo que
el que les es propio y les prohíbe obtener un alma y prohíbe, igualmente, que el
hombre trate de igualársele.
Estos seres no temen ni
al fuego, ni al agua. Están sometidos, sin embargo, a las enfermedades y las
indisposiciones humanas. Mueren como seres salvajes y su carne se pudre como la
carne animal. Virtuosos o viciosos, puros o impuros, mejores o peores, como los
hombres, tienen sus costumbres, sus gestos, su lenguaje, como ellos difieren en
su aspecto externo y viven bajo una ley común, trabajando con sus manos,
tejiendo sus propios vestidos, gobernándose con sabiduría y justicia, dando
pruebas en todo momento de razón. Para ser hombres sólo les falta el alma y no
pueden ni servir a Dios ni seguir sus mandamientos; el instinto solamente les
impulsa a conducirse honestamente.
Así, de la misma forma
que entre las criaturas terrestres el hombre es la que se aproxima más a Dios,
entre los animales son nuestros seres lo que están más cerca del hombre.
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