La Humildad - Constant Chevillon

LA HUMILDAD

Constant Chevillon


La humildad es raramente mostrada bajo su aspecto verdadero. Para el público esta palabra es sinónimo de disminución personal, de repliegue sobre sí mismo, llevando con él una noción de desconfianza hacia la personalidad humana. El hombre para ser humilde debe resignarse a perder toda iniciativa en sus actos y aún en sus pensamientos, ocultarse en la radiación de otro, por temor de comprometer su salud eterna.  

Así concebida la humildad no es una virtud, es una tendencia puramente negativa, una pereza del cuerpo, del alma y del espíritu, un rechazo perpetuo de la responsabilidad, una especie de timidez querida y cultivada. Ella va al encuentro de su objetivo esencial: la conquista del reino de Dios; porque está escrito; “Violenti rapiunt illud”; se penetra en la beatitud por la violencia, por el esfuerzo sostenido. La palabra de Cristo confiere a la humildad un significado completamente distinto.


Él exclamó un día: “Yo soy dulce y humilde de corazón”; no es propio de un Dios refugiarse en la pasividad. Él ha querido decir otra cosa; tratemos de levantar el velo de la humildad divina de la que la nuestra es una imagen debilitada. Dios en su inmensidad es Uno; él se adhiere a la unidad de su ser con toda potencia de su naturaleza íntima.


Esta adhesión, es el amor; sin ningún adyuvante externo, él solo es suficiente para hacer tangible al Ser de seres su propia beatitud, porque la felicidad es armonía y el amor es el reposo en la armonía. Sin embargo él ha renunciado a esta felicidad interna y sin mezcla para crear al lado y fuera de él espíritus susceptibles de participar en su beatitud. Este renunciamiento, esta exteriorización del amor, esta fase inatendida de la Caridad, es la divina humildad. Dios en el secreto inviolable de su esencia es humilde hasta el infinito, porque ser humilde es olvidarse de sí mismo para pensar en los demás.   


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