ALQUIMIA Y TEMPORALIDAD
Mircea Eliade
No pretendemos haber
expuesto en tan pocas páginas todo lo esencial acerca de un tema de tan vastas
proporciones, muchos de cuyos aspectos no hemos hecho más que entrever. Por
otra parte, nuestro propósito no era el de resumir la historia de la metalurgia
y las alquimias asiática y occidental. No teníamos otro designio que el de
seguir el desarrollo de algunos símbolos y mitologías tributarias de estas
técnicas arcaicas, gracias a las cuales el hombre asumía una responsabilidad
creciente ante la Materia.
Si nuestros análisis e interpretaciones
están fundados, la alquimia prolonga y consuma un viejo sueño del homo faber: el de colaborar al
perfeccionamiento de la Materia, asegurando al mismo tiempo su propia
perfección. Hemos descrito ya algunas fases fundamentales de esta colaboración
sobre las cuales no hemos de insistir. Hay un distintivo común en todas estas
tentativas: al asumir la responsabilidad de cambiar a la Naturaleza el hombre
se erigía como sustituto del Tiempo. Lo que hubiera necesitado milenios o Eones
para «madurar» en las profundidades de la tierra el metalúrgico y, sobre todo,
el alquimista estiman poder obtenerlo en pocas semanas. El horno sustituye a la
matriz telúrica: allí es donde los minerales-embriones concluyen su
crecimiento. El vas mirabile del
alquimista, sus pequeños hornos, sus retortas, juegan un papel aún más
ambicioso: todos estos aparatos representan el lugar de un retorno al Caos
primordial, de una repetición de la Cosmogonía; allí mueren y resucitan las
sustancias para ser finalmente transmutadas en oro. Hemos hecho resaltar el
aspecto espiritual de la obra alquímica para poder considerarla ahora, desde
fuera, como un esfuerzo encaminado a la modificación de la Materia.
En este punto esta obra
prolongaba la empresa del artifex de
las eras prehistóricas que jugaba con el fuego para cambiar a la Naturaleza,
crear formas nuevas y, en definitiva, en la medida humana, colaborar con el
Creador, perfeccionar la Creación. La figura mítica del Herrero-Héroe
Civilizador africano no ha perdido aún la significación religiosa del trabajo
metalúrgico: el Herrero celeste, como ya hemos visto, completa la creación,
organiza el mundo, funda la cultura y guía a los humanos hacia el conocimiento
de los misterios. Es sobre todo mediante el fuego como se «cambia la
Naturaleza», y resulta significativo que el dominio del fuego se afirme tanto
en los progresos culturales tributarios de la metalurgia como en las técnicas
psico-fisio-lógicas que fundamentan las magias y místicas chamánicas más antiguas
conocidas. Desde este estadio arcaico de cultura el fuego es utilizado como
agente de «transmutación»: la incombustibilidad de los chamanes proclama que
han superado la condición humana, que participan de la condición de los
espíritus (de ahí la repetición ritual de los firetricks, que confirma y valida periódicamente los prestigios del
chamán). El fuego, agente de transmutación, lo es igualmente de ciertas
iniciaciones de las que subsisten vestigios, incluso en los mitos y leyendas
griegas. ¿Quién sabe si incluso el rito de incineración no traducía por sí
mismo la esperanza de una transmutación mediante el fuego? En todos estos
contextos mágico-religiosos el «dominio del fuego» indica, por otra parte, el
interés por lo que nosotros llamaríamos poco más tarde «espiritualidad»: el
chamán y, más adelante, el yogui y el místico son los especialistas del alma,
del espíritu, de la vida interior.
Un simbolismo
extremadamente complejo asocia las aterradoras teofanías ígneas con las más
suaves llamas del amor místico y las epifanías luminosas, pero también con las
innumerables «pasiones» o «combustiones» del alma. En múltiples niveles, el
fuego, la llama, la luz cegadora, el calor interno expresan siempre
experiencias espirituales, la incorporación de lo sagrado, la proximidad de
Dios. Tan "señores del fuego» eran los fundidores y herreros corno les
alquimistas, y todos, al ayudar a la obra de la Naturaleza, precipitaban el
ritmo temporal y, en fin de cuentas, sustituían al Tiempo. Es indudable que no
todos los alquimistas tenían conciencia de que su obra sustituía al Tiempo, pero
esto poco importa: lo esencial es que la obra, esa transmutación, supusiesen en
una u otra ferma la abolición del Tiempo. Como dice un personaje de Ben
Johnson: «El plomo y los otros metales se habían hecho oro si se les hubiera
dado tiempo para ello". Y otro alquimista añade: «Eso es lo que realiza nuestro
Arte».
Pero lo alquimistas, convencidos de trabajar con el concurso e Dios, consideraban
a su obra como un perfeccionamiento de la Naturaleza consentido, si no
alentado, por Dios.
Por alejados que estuviesen de los antiguos metalúrgicos y
forjadores, prolongaban, sin embargo, su actitud frote a la Naturaleza: tanto
para el minero arcaico como para el alquimista occidental la Naturaleza es una hierofanía.
No solamente está «viva», sino que es divina o, a menos, tiene una dimensión
divina. Por otra parte, gracias a esta sacralidad de la Naturaleza —revelada en
el aspecto «sutil» de las sustancias—, el alquimista consideraba que podía
obtener la Piedra filosofal, agente de transmutación, tanto como su Elixir de inmortalidad. No hemos de
volver sobre la estructura de iniciación en la opus alchymicum. Bastará con recordar que la liberación de la
Naturaleza de la Ley del Tiempo iba emparejada con la liberación del
alquimista. En la alquimia occidental, sobre todo, la Redención de la
Naturaleza implicaba, como Jung ha demostrado, la Redención del hombre por
Cristo. El alquimista occidental acaba la última etapa del antiquísimo
programa, iniciado por el homo faber,
desde el momento en que se propone transformar una Naturaleza que consideraba
en diversas perspectivas como sagrada o susceptible de ser convertida en una
manifestación de lo sagrado. El concepto de la transmutación alquímica es la
fabulosa coronación de la fe en la posibilidad de cambiar la Naturaleza mediante
el trabajo humano (trabajo que implicaba, no lo olvidemos, una significación
litúrgica).
No es en el momento en
que la alquimia desaparece de la actualidad histórica y la suma de su saber empírico,
químicamente válido, se encuentra integrado en la química, ni es en esta joven
ciencia donde hemos de injertar la supervivencia de la ideología de los
alquimistas. La nueva ciencia química no ha utilizado más que sus conocimientos
empíricos, que no representan, por numerosos e importantes que fuesen, el
verdadero espíritu de la alquimia. No hay que creer que el triunfo de la
ciencia experimental haya reducido a la nada los sueños y aspiraciones de los
alquimistas. Por el contrario, la ideología de la nueva época cristalizada en
torno al nuevo mito del progreso infinito, acreditado por las ciencias
experimentales y por la industrialización ideología que domina e inspira todo
el siglo XIX, recupera y asume, pese a su radical secularización, el sueño milenario
del alquimista. Es en el dogma específico del siglo XIX —según el cual el
verdadero cometido del hombre consiste en cambiar y transformar a la Naturaleza
que está capacitado para obrar mejor y más aprisa que la Naturaleza, que está
llamado a convertirse en dueño le ésta—; en este dogma, decimos, es donde hay
que buscar la auténtica continuación del sueño de los alquimistas. El mito
soteriológico del perfeccionamiento y, en definitiva, de la redención de la
Naturaleza sobrevive «camuflado» en el programa patético de las
sociedades industriales, que se proponen la «transmutación» total de la
Naturaleza, su transformación en «energía». En el siglo XIX, dominado por las
ciencias físico-químicas y el impulso industrial, es cuando el hombre consigue
sustituir al Tiempo en sus relaciones con la Naturaleza.
Entonces es cuando consigue
en proporciones inimaginadas hasta ese momento realizar su deseo de precipitar
los ritmos temporales mediante una explotación cada vez más rápida y eficaz de
las minas, los yacimientos hulleros y petrolíferos; entonces es sobre todo
cuando la química orgánica, movilizada para buscar el modo de forzar el secreto
de las bases minerales de la Vida, abre el camino a los innumerables productos
«sintéticos»; y no es posible dejar de advertir que los productos
«sintéticos» demuestran por vez primera
la posibilidad de abolir el tiempo, de
preparar en el laboratorio y el taller sustancias en cantidades tales que la
Naturaleza hubiera necesitado milenios para obtenerlas. Y sabido es hasta qué
punto la «preparación sintética de la Vida», aunque fuera bajo la humilde forma
de algunas células de protoplasma, fue el sueño supremo de la ciencia durante
toda la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX; pues bien, todo esto constituía
aún un sueño alquímico: el del homúnculo. Situándose en el plano de la historia
cultural, podemos, por tanto, decir que los alquimistas, en su deseo de
sustituir al Tiempo, anticiparon lo esencial de la ideología del mundo moderno.
La química no ha recogido
más que fragmentos insignificantes de la herencia alquímica. La masa de esta
herencia se encuentra en otro lugar, en las ideologías literarias de Balzac, de
Víctor Hugo, de los naturalistas, en los sistemas de Economía Política
capitalista, liberal y marxista, en las teologías secularizadas del
materialismo, del positivismo, del progreso infinito y, en fin, en todas partes
donde alumbra la fe en las posibilidades ilimitadas del homo faber, en todas las partes donde aflora la significación escatológica
del trabajo, de la técnica, de la explotación científica de la Naturaleza. Y si
reflexionamos mejor, descubriremos que este entusiasmo frenético se alimenta
sobre todo de una certidumbre: al dominar a la Naturaleza con las ciencias
físico-químicas, el hombre se siente capaz de rivalizar con la Naturaleza, pero
sin perder tiempo. De ahora en adelante serán la ciencia y el trabajo los que
hagan la obra del Tiempo. Con lo que el hombre reconoce como más esencial, su
inteligencia aplicada y su capacidad de trabajo, asume hoy la función de la
duración temporal; en otros términos, sustituye al Tiempo en su cometido. No
hay necesidad de que desarrollemos ni prolonguemos las diversas observaciones
relativas a la ideología y la situación del homo
faber en los siglos XIX y XX. Queríamos simplemente demostrar que es en su
fe en la ciencia experimental y en sus grandiosos progresos industriales donde
hemos de buscar la continuación de los sueños alquímicos.
La alquimia ha legado al
mundo moderno mucho más que una química rudimentaria: le ha transmitido su fe
en la transmutación de la Naturaleza y su ambición de dominar al tiempo. Es
cierto que esta herencia ha sido comprendida y hecha realidad por el hombre
moderno en un terreno totalmente distinto del que sustentaba al alquimista. El
alquimista seguía prolongando el comportamiento del hombre arcaico, para el
cual la Naturaleza era una fuente de hierofanías y el trabajo un rito. Pero la
ciencia moderna sólo ha podido constituirse desacralizando a la Naturaleza: los
fenómenos científicos válidos no se revelan sino al precio de la desaparición
de las hierofanías. Las sociedades industriales no tenían nada que hacer con un
trabajo litúrgico, solidario de los ritos de oficio. Esta clase de trabajo era
inutilizable en una fábrica, aunque no fuera más que por falta de una
iniciación posible, de una «tradición» industrial.
Hay otro hecho que vale la
pena recordar: al sustituir al Tiempo, el alquimista evitaba cuidadosamente
asumirlo; soñaba con precipitar los ritmos temporales, con hacer oro más de
prisa que la Naturaleza, pero como buen «filósofo» o «místico» que era, sentía
temor del Tiempo. No se declaraba como un ser esencialmente temporal: suspiraba
por las beatitudes del Paraíso, soñaba con la inmortalidad, con el Elixir
Vitae. En este aspecto, el alquimista se comportaba como toda la Humanidad
premoderna, que por todos los medios escamoteaba la consciencia de la
irreversibilídad del tiempo, bien «regenerándole» periódicamente mediante la
repetición de la cosmogonía, bien santificándole por medio de la liturgia, o
bien olvidándole, es decir, rehusando tomar en consideración los intervalos
profanos entre dos actos significativos (y, por consiguiente, sagrados).
Conviene, sobre todo,
recordar que el alquimista «dominaba al Tiempo» cuando reproducía
simbólicamente en sus aparatos el caos primordial y la cosmogonía, y además
cuando sufría la «muerte y la resurrección» de la iniciación. Toda iniciación
era una victoria sobre la muerte, es decir, sobre la temporalidad: el iniciado
se proclamaba «inmortal»; se había forjado una existencia postmortem que
estimaba indestructible. Pero desde el momento en que el sueño individual del
alquimista fuese realizado colectivamente por toda una sociedad, y sobre el
único terreno en que era colectivamente realizable —el de las ciencias
físico-químicas y la industria— la defensa contra el tiempo dejó de ser
posible. La trágica grandeza del hombre moderno está vinculada al hecho de que
ha tenido la audacia de asumir, frente a la Naturaleza, la función del tiempo.
Hemos visto hasta qué punto sus espectaculares conquistas realizan, sobre un
plano totalmente distinto, los sueños del alquimista. Pero aún hay más: los
hombres de las sociedades modernas han acabado por asumir el papel del tiempo,
no solamente en sus relaciones con la Naturaleza, sino también con relación a
sí mismos. En el terreno filosófico se ha reconocido, esencial y tal vez
únicamente, como un ser temporal constituido por la temporalidad y orientado a
la historicidad. Y el mundo moderno en su totalidad, en la medida en que
reivindica su propia grandeza y asume su drama, se siente identificado con el
tiempo, tal como le invitaron a hacer en el siglo XIX las ciencias y las
industrias, al proclamar que el hombre puede obrar más aprisa y mejor que la
Naturaleza, a condición de penetrar, con su inteligencia, en los secretos de
ésta y suplir con su trabajo al Tiempo, las múltiples duraciones temporales
(los tempo geológico, botánico, animal) exigidas por la Naturaleza para llevar
a término sus obras. ¿Cómo imaginar una vacilación del hombre ante las
fabulosas perspectivas que le abrían sus propios descubrimientos?
Pero no se puede olvidar
tampoco el tributo ineluctable: no podía sustituir al tiempo sin condenarse,
implícitamente, a identificarse con él, a hacer su obra incluso cuando no
sintiera deseos de hacerla. La obra del Tiempo no podía ser sustituida más que
por el trabajo intelectual y manual; pero sobre todo por este último. Es
indudable que el hombre ha estado en todo tiempo condenado al trabajo. Pero hay
una diferencia, y ésta es fundamental: para proveer la energía necesaria para
los sueños y ambiciones del siglo XIX, el trabajo tuvo que ser secularizado.
Por primera vez en la Historia el hombre asumió el durísimo trabajo de «hacer
las cosas mejor y más aprisa que la Naturaleza», sin disponer de la dimensión
litúrgica, que en otras sociedades hacía el trabajo soportable. Y es en el
trabajo definitivamente secularizado, en el trabajo en estado puro, medido en
horas y unidades de energía, donde el hombre experimenta y siente más
implacablemente la duración temporal, su lentitud y su peso. En resumen,
podemos decir que el hombre de las sociedades modernas ha adoptado, en el
sentido literal del término, el papel del Tiempo, que se consume trabajando en
lugar del Tiempo, que se ha convertido en un ser exclusivamente temporal. Y ya
que la irreversibilidad y la vacuidad del tiempo se ha convertido en un dogma
para todo el mundo moderno (precisemos: para todos cuantos no se consideran
solidarios de la ideología judeo-cristiana), la temporalidad asumida y
experimentada por el hombre se traduce, en el terreno filosófico, por la
trágica consciencia de la vanidad de toda existencia humana. Afortunadamente,
las pasiones, las imágenes, los sueños, los mitos, los juegos, las
distracciones, están ahí —para no hablar de la religión, que no pertenece ya al
horizonte espiritual del hombre moderno—, para impedir que esta conciencia
trágica domine en otros terrenos distintos al de la filosofía.
Estas consideraciones no
suponen una crítica de la sociedad moderna ni un elogio de las demás
sociedades, arcaicas o exóticas. Pueden criticarse muchos aspectos de la
sociedad actual, igual que puede criticarse un aspecto u otro de las demás
sociedades, pero esto nada tiene que ver con nuestros propósitos. Solamente
hemos querido demostrar en qué sentido las ideas rectoras de la alquimia,
arraigadas en la proto-historia, se han prolongado en la ideología del siglo XIX, y con qué consecuencias. En cuanto a las crisis del mundo moderno, hay que
tener en cuenta que este mundo inaugura un tipo absolutamente nuevo de
civilización. Es imposible prever su futuro desarrollo. Pero resulta útil
recordar que la única revolución que puede comparársele en el pasado de la
humanidad, el descubrimiento de la agricultura, provocó trastornos y síncopes
espirituales cuya gravedad apenas nos es dado imaginar. Un mundo venerable, el
de los cazadores nómadas, se perdía con sus religiones, sus mitologías, sus
concepciones morales. Fueron precisos milenios para extinguir definitivamente
las lamentaciones de los representantes del «viejo mundo», condenado a muerte
por la agricultura. Debe igualmente suponerse que la profunda crisis espiritual
provocada por la decisión adoptada por el hombre de detenerse y vincularse a la
gleba, necesitó siglos para integrarse por completo. No somos capaces de darnos
cuenta de la «transvaloración de todos los valores», ocasionada por el paso del
nomadismo a la existencia sedentaria, ni siquiera imaginar sus repercusiones
psicológicas y espirituales. Ahora bien: los descubrimientos técnicos del mundo
moderno, su dominio del Tiempo y del Espacio, representan una revolución de
proporciones análogas, y cuyas consecuencias estamos aún lejos de haber integrado.
La desacralización del trabajo, sobre todo, constituye una llaga abierta en el
cuerpo de las sociedades modernas. No podemos estar seguros, sin embargo, de
que no se produzca una re-sacraíización en el futuro. En cuanto a la
temporalidad de la condición humana, representa un descubrimiento aún más
grave. Pero sigue siendo posible una reconciliación con la temporalidad, si
alcanzamos una concepción más correcta del tiempo.
No es éste el momento, sin
embargo, de abordar estos problemas. Nuestro propósito era solamente mostrar
que la crisis espiritual del mundo moderno tiene también entre sus premisas
lejanas los sueños demiúrgicos de los herreros, los metalúrgicos y los
alquimistas. Es bueno que la consciencia historiográfica del hombre occidental
se descubra solidaria de los actos e ideales de sus antecesores lejanos,
incluso si el hombre moderno, heredero de todos estos mitos y todos estos
sueños, sólo ha conseguido realizarlos desolidarizándose de sus significados
originales.
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