PEQUEÑEZ Y GRANDEZA DEL HOMBRE
Constant Chevillon
“Por el espacio, el universo me contiene y me
engulle; por el pensamiento, yo lo comprendo”. Así se expresa Pascal.
Comparemos el doble sentido, claramente indicado, del verbo comprender.
El
vasto mundo es un ser viviente cuyos límites son, para nosotros, inconcebibles.
Los sistemas solares son los órganos de este ser desmesurado.Cada uno de ellos manifiesta un aspecto especial
de la vida universal, una función mayor del ser cósmico. Se basa en ella su
propio dinamismo, pero, por un justo retorno, él mantiene, multiplica y
favorece su desarrollo total, porque el órgano es solidario del alma de la que
es el instrumento, él vive en ella como ella vive para él. Porque, nosotros los
hombres, somos imperceptibles células del órgano representado por nuestro sol,
células cuya autonomía, para la ciencia experimental, es todo subjetiva.
Nosotros somos un minúsculo contenido en un inmenso continente, un punto perdido
en la masa que parece aplastarnos. Entre la nada y nosotros, no hay casi
nada. Y todavía esta nada es infinita:
es el ser y la vida, es el pensamiento, es el amor, las tres formas de nuestra
consciencia indivisible. Para la vía del ser nosotros somos evidentemente, a
los ojos de la experiencia, ácaros frente a la inconmensurable naturaleza,
pero, por el pensamiento, nosotros la desbordamos por todas partes y por el amor,
nosotros la trascendemos.
En
frente de nuestro pensamiento, el mundo no es más un sujeto, él deviene un
objeto, el objeto de nuestro conocimiento. Nosotros lo comprendemos nosotros lo
aferramos en los repliegues de nuestro intelecto, nosotros lo incorporamos de
alguna manera en nuestro yo, según la fórmula de Berkeley: no es el alma que
está en el mundo, sino el mundo que está en el alma, y de este principal, de
contenido nos volvemos continente. Sin duda, el filósofo inglés añadía a su
frase una significación especial, pero ella no es menos luminosa. Sin duda,
nosotros no contenemos el mundo como un vaso contiene un líquido, porque se
trata de una empresa intelectual cuyo resultado provoca un contacto de nuestra
consciencia con lo real y desencadena en esta una potencia capaz de dominar lo
real manifestado por el mundo fenomenal. Nuestra inteligencia, en efecto, es el ojo de nuestro espíritu que ella
ilumina y pone aún a actuar eficientemente sobre el conjunto del Cosmos, como
este actúa sobre nuestros elementos físicos. Al interior de nuestro yo, somos entonces
constructores y edificamos un mundo a nuestro uso, regido por nuestra ley
constitutiva. Esta última, cierto, no es idéntica a la ley orgánica del ser
cósmico, pero ella le es análoga y por ella comprendemos en su fuente, en sus
efectos y sus posibilidades, es decir, en su acción eterna, el conjunto del universo.
En
otros términos, nosotros ultrapasamos los dones experimentales y construimos un mundo exterior con el reflejo
de lo real, asociado a nuestra consciencia
íntima, y este mundo está destinado a colmar la vida situada entre nosotros y la realidad, entre esta y Dios,
porque él reposa sobre la eternidad de las
leyes emanadas directamente del Creador. Si el mundo nos domina, desde que somos una ínfima célula de su
inmensidad, si él se ofrece a nosotros como una materia de nuestro pensamiento
y nos permite realizarla, nosotros la dominamos más alto por nuestro poder de conocimiento
y de utilización, porque él no sería nada sin nosotros, sino una vana
fantasmagoría, inútil palabra articulada en un desierto, sin un eco para reflejarla y darle un sentido. Cada uno de
nosotros posee una cierta iniciativa en el concierto fenomenal y esta iniciativa
es la vía de una iniciación susceptible de revelarnos nuestra libertad
espiritual.
Pero
la ciencia es una simple aproximación al ideal, un puente lanzado entre lo conocido
y lo desconocido, ella no destruye el aislamiento entre los seres capaces de
decir “Yo o Yo”. Al contrario, la conciencia de nuestra libertad espiritual en
el seno del mundo exterior nos permite subir el último escalón y llegar hasta
el amor. El amor es un sentimiento, pero es también un acto, el acto por el
cual se engendra la unión y se revela la unidad. Por el amor, el hombre
reabsorbe el abismo cavado por el egoísmo entre él y su raza, él actualiza la
unidad escatológica del Cosmos, él se identifica con Dios él mismo, en el
límite de su personalidad. Por el amor él domina la contingencia del Gran Todo,
porque él se evade del irremediable determinismo espacial y temporal. El amor
es la medida de la grandeza humana.
Según
la sublimación de nuestro pensamiento, el mundo será pequeño y mezquino, feo y
deforme, lugar de sufrimientos y accidentes, o bien este mundo será grande,
bello, feliz y parafraseará la palabra de la Escritura: “Coeli enarrant gloriam dei”, los cielos cantan la gloria de Dios.
Según la debilidad o la fuerza de nuestro amor, seremos solitarios en el mundo
y perdidos en su inmensidad, o bien nosotros lo consideraremos como un medio de
comulgar, por su intermedio, con Dios,
este Dios del que somos sus colaboradores y los
émulos, si nuestro verbo personal se aplica sin cesar a buscar una más
grande aproximación del verbo
divino.
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