LA FE, FACULTAD ESPIRITUAL
Constant Chevillon
La Fe no es solamente una
virtud teologal, una certidumbre intelectual y moral de orden especulativo. Es
también una luz viviente que se incorpora, de alguna manera, a la voluntad, y
deviene una potencia espiritual, un dinamismo efectivo cuyas potencialidades se
actualizan y repercuten en todos nuestros actos. Ella es una realización continua
de la experiencia humana. Esta fe
dinámica es la palanca de las Escrituras y el punto de apoyo de Arquímedes.
Aplicado en el eje de las
leyes naturales, ella puede desencadenar bruscamente, reforzar su acción o
desviar el curso para introducir en el ciclo normal de la creación visible las
leyes superiores del mundo invisible. Ella puede curar las enfermedades,
iluminar las inteligencias, fortificar las voluntades, eliminar los obstáculos,
realizar milagros. Pero este es el menor lado de su potencia realizadora. Ella es
el origen mismo de nuestra consciencia, ella nos da la certeza absoluta de nuestra
realidad, ella es la raíz y el principio del “Cogito” de Descartes. Ella nos
confirma entonces en una seguridad moral, intelectual y física de los que
nuestros pensamientos y nuestros actos subsecuentes son la prueba y la consecuencia
inmediata. Los fundamentos de la decisión por la cual nuestra personalidad toma
su valor, asume sus responsabilidades, se eleva o desciende a un cierto nivel,
su función de su dinamismo propio.
En cada hombre la fe puede
devenir un “Fiat” creador susceptible de proyectarlo hacia el plano divino y
hacerlo co-participante de los atributos de Dios. Porque, no contento de una
auto-creación interna de la consciencia, ella es el soporte y el aguijón de la
libertad cuya voluntad es el órgano; ella asegura el desarrollo y el uso en el
cuadro de nuestro ser, pero empujando siempre más lejos el límite de sus
posibilidades.
Mónada esencialmente expansiva, ella se irradia, en efecto, en la nada para suscitar una creación análoga a aquella que ella ha realizado en nosotros; ella es el Mismo en la gestación del Otro. Así, la fe no es una creencia tímida sacudida sin cesar por los eventos exteriores, siempre en busca de una consolidación problemática. Es una consciencia absoluta de las posibilidades interiores de nuestro ser y de sus reacciones victoriosas. Es una posesión anticipada del futuro, el yunque sobre el cual nosotros forjamos duramente nuestro porvenir, porque el hombre, a pesar de las contingencias individuales o colectivas, es el artesano de su propio destino; él la hace grande, mezquina o miserable, al ritmo de la fe de la que está animado.
Mónada esencialmente expansiva, ella se irradia, en efecto, en la nada para suscitar una creación análoga a aquella que ella ha realizado en nosotros; ella es el Mismo en la gestación del Otro. Así, la fe no es una creencia tímida sacudida sin cesar por los eventos exteriores, siempre en busca de una consolidación problemática. Es una consciencia absoluta de las posibilidades interiores de nuestro ser y de sus reacciones victoriosas. Es una posesión anticipada del futuro, el yunque sobre el cual nosotros forjamos duramente nuestro porvenir, porque el hombre, a pesar de las contingencias individuales o colectivas, es el artesano de su propio destino; él la hace grande, mezquina o miserable, al ritmo de la fe de la que está animado.
En su unicidad
sustancial, la fe reviste un triple aspecto: fe en Dios, fe en sí mismo, fe en
el destino. Si nosotros perdemos la primera, nosotros perdemos también las
otras, porque Dios es el pivote del Universo, y él es además un fin. Si el
aspecto divino desaparece de nuestras facultades, no hay más soporte ni fin
adecuado a nuestra esencia íntima. Ningún razonamiento, ningún pensamiento,
ningún gesto podría colocarnos en presencia de un futuro suficiente para
nuestras aspiraciones. Nosotros seremos lanzados de una orilla a otra del río
vital listo a hundirse en el golfo de las contingencias. Porque la fe no nace en la dispersión anímica
e intelectual, ella reposa sobre la unicidad espiritual. Un hombre, un pueblo
dividido contra él mismo, refractario a la unidad, perecerá en la desagregación
de sus elementos.
Al contrario, hecho cohesivo
por la unificación de sus partes constitutivas, él vivirá en el tiempo y el espacio,
porque él es confirmado en la seguridad interior, contra la cual las discordias
exteriores quedan impotentes. Colocad dos hombres en pugna, en la lucha por la
vida, el triunfo pertenecerá al detento de la fe más enérgica y mejor
actualizada. Él es, en efecto, el mejor adaptado al fin real de la raza humana,
porque esta adaptación resulta de la fe, parte integrante y centro de su
yo. La fe verdadera es poco común, los
hombres se desvían, ellos prefieren la facilidad de las voluntades
tambaleantes, la duda a la certidumbre y el imperio pasional a la pureza del corazón.
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