EL TEMPLO INTERIOR
Raimon Arola
“Y
la Virgen ha concebido
un
hijo y es llamado Immanuel (Dios con nosotros)”.
Isaías
Cualquier simbolismo apunta
siempre a las funciones y grados de la obra de Dios y nunca a las
imágenes exteriores que la historia ha creado: así, el simbolismo del templo no
nos habla del edificio artístico que cobija unos ritos y unas liturgias, no nos
habla de las catedrales o mezquitas. Los textos inspirados que hablan sobre el
simbolismo del templo parecen referirse a las funciones y grados de la obra de
Dios en el interior del hombre, los cuales están apuntados y resumidos admirablemente
en un versículo del Mensaje Reencontrado, obra hermética de este siglo,
en el que se dice: «¿Quién separará la luz de las tinieblas? Y ¿quién
manifestará el fuego oculto del Señor?; ¿quién transformará la leche virginal
en la consistencia corpórea del Hijo recién nacido?» (I, 26’).
«¿Quién separará la luz de
las tinieblas?»; el templo, por su etimología y función designaba en la
antigüedad el lugar santificado, donde habitaba Dios en la tierra; el Señor
dice a Moisés sobre el monte Sinaí (Éxodo XXV, 8): «Hacedme un santuario
y habitaré entre ellos (Israel)». El lugar santo es esencialmente distinto al
mundo profano, está separado de él. El primer grado de la gran obra de Dios es
la separación entre la cizaña y el trigo, entre la mala formación y la buena
semilla escondida, entre la luz y las tinieblas. Este lugar separado está
oculto a nuestros sentidos, revestidos de una piel de bestia por la caída. Es
el lugar secreto, revelado únicamente al iniciado, el espejo de los cabalistas,
donde se ven todos los misterios: ningún impuro puede vislumbrarlo.
En el cristianismo, este lugar
puro y oculto es María, la Santa Madre de Dios; escribe sobre ella L. M.
Grignion de Montfort (El secreto de María, 20): «Dios creó un mundo para
el hombre peregrino: es la tierra; un mundo para el hombre glorificado: es el
cielo; un mundo para sí mismo: es María. Ella es un mundo desconocido para casi
todos los mortales. Un misterio impenetrable para los mismos ángeles y santos
del cielo que contemplan a Dios trascendente, lejano e inaccesible. ¡Feliz, una
y mil veces en esta vida, aquél a quien el Espíritu Santo descubre el secreto
de María para que lo conozca.»
Hemos de subrayar que, según el
texto, este secreto ha de ser descubierto por el Espíritu Santo y que no puede
ser encontrado por el trabajo y la inteligencia del hombre.
«¿Quién manifestará el fuego
oculto del Señor?»; el Sefer haZohar, en el conocido fragmento de la
nuez y su cáscara, explica la formación del primer templo a partir del Dios
incognoscible; dice así: «El punto primero es la luz interior que no tiene
medida, que no se puede conocer, no comprender a causa de su pureza, tenuidad y
transparencia, es la sabiduría cerrada. Hasta que este punto se expande y
entonces esta expansión se convierte en un templo (hejal) para vestir al
punto que es la luz incognoscible y sin medida en su pureza.» (I, 20a).
Desde su primera manifestación
hasta su perfecto acabamiento, Dios siempre se manifiesta a través de un
vehículo, un vestido, un lugar, un templo. Aquí vemos uno de los misterios
centrales de todas las religiones y filosofías: la manifestación del principio
inmanifestado, la forma del Dios invisible, el fuego oculto, lo que en el
cristianismo recibe el nombre de encarnación y que existe con otros nombres en
todas las religiones. Doutzetemps escribía en Le Mystère de la Croix:
«Ninguno de nosotros podría tener jamás acceso al triángulo de fuego (el fuego
del Señor), que habita una luz inaccesible que ningún hombre ha visto jamás y
no verá jamás [cfr. I Timoteo VI, 13 a 16] sino es en y por el
elemento del agua santa que es la sacra corporificación de la divinidad y su
tabernáculo con los hombres» (cap. I).
Y en el Mensaje Reencontrado,
Louis Cattiaux escribe: «El Señor de antes de los comienzos permanece oculto en
el seno del gran mar, pero el gran mar lo manifiesta visiblemente a fin de que
toda la creación aparezca en la luz del Único». (XXIX, 12)
«¿Quién transformará la
leche virginal en la consistencia corpórea del Hijo recién nacido?»; el
templo es el lugar donde se puede ver, oír y tocar a Dios, donde se produce la
unión del hombre con Él. En el templo se engendra el Verbo, el hijo, al igual
como Cristo nació de las entrañas de María.
Según la exégesis judía, cuando
el Nombre santo es pronunciado, el cielo (IH) y la tierra (VH) se unen en la
auténtica creación. Cuando el Templo fue destruido por los romanos se perdió la
pronunciación, el Nombre no pudo pronunciarse. De este acontecimiento histórico
la tradición judía ofrece otro sentido, la realidad tiene una lectura esotérica
según la cual la destrucción del Templo se refiere a la destrucción del Hombre
primordial, por la transgresión original y su exilio en este mundo.
Así, pues, podríamos decir que
el templo es el hombre; a este simbolismo alude Jesús cuando dice (Juan, II,
19): «Destruid este templo y volveré a construirlo en tres días [...] Él, empero,
lo decía del templo de su cuerpo.»
El Nombre de Dios sólo se puede
pronunciar en su templo, o sea, en el hombre Mesiánico, el Adán regenerado.
Así, cuando el Dios de cólera es apaciguado, el hombre descubre al Dios de
amor. Es el Nombre del Mesías que nadie conoce; el Hijo que ha tomado
consistencia corpórea; en él reside el Nombre, el «El Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros» (Juan, I, 14); es el último nivel de las
funciones y grados de la obra de Dios, por esto está escrito en el Zohar
(I, 94b): «El lugar santo de tu templo (Salmos LXV, 5), esto es la
culminación de todo, como se nos ha enseñado: la palabra ‘templo’ (hejal)
se puede dividir en las letras he, yod (YH) y col (que
significa ‘todo’), lo que indica que es la complejidad de todo en uno.»
Cortesía de www.lapuertaonline.es
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